Los emperadores romanos tenían la costumbre de llevar a su capital los dioses y los tesoros de los pueblos conquistados, así como sus elementos decorativos. Por eso, construyeron barcos especiales para trasladar algunos de los obeliscos más importantes desde Egipto a Roma. De hecho, en Egipto solo quedan en pie 6 de los numerosos obeliscos que hubo en la antigüedad, mientras que Roma es la ciudad con más obeliscos del mundo: 8 provienen de Egipto, 5 fueron traídos de otros lugares en época imperial, otros son posteriores.
Antiguamente los obeliscos embellecían los estadios y templos pero, con las invasiones de los bárbaros, la ciudad sufrió grandes destrucciones y fue casi abandonada, por lo que todos los obeliscos menos el del circo de Nerón fueron cayendo uno tras otro. Los volvieron a levantar los Papas desde el s. XVI en adelante para embellecer las nuevas plazas de la ciudad. Desde la plaza de los cuatro ríos se pueden divisar tres: el de santa María Mayor (plaza Esquilino), el del Quirinal y el de la Trinidad de los Montes (en plaza España).
El obelisco lateranense (en la foto superior) es el más antiguo de la ciudad y el más alto de todos los obeliscos monolíticos del mundo: 32,18 m., 45,70 m. si lo medimos con la base. (El de Washington es más alto, pero ni es de una pieza ni es antiguo). Fue levantado en Karnak por orden de Tutmosis IV (s. XV a.C.). Posteriormente fue trasladado al Circo Máximo de Roma por orden del emperador Constancio (357 d.C.) y de allí al lateral de la Catedral de San Juan de Letrán (actual plaza de san Juan Pablo II) en 1588.
Sin duda, el más conocido es el de la plaza de san Pedro en el Vaticano, del que hablaremos detenidamente mañana, si Dios quiere.
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