Tradicionalmente, se decía que el ser humano es «homo sapiens», poniendo el acento en nuestra facultad reflexiva. Algunos preferían llamarlo «homo faber», centrándose en su capacidad de trabajo para transformar las cosas y la naturaleza, dejando su huella en todo lo que hace. En nuestros días, muchos lo definen como «homo ludens», subrayando el ocio como lo más constitutivo de nuestros contemporáneos. Pero nunca debemos olvidar que, en la tradición cristiana, siempre ha sido llamado «homo viator», resaltando su condición de peregrino, en camino hacia la patria definitiva, que es la del cielo. También hablamos de la «Iglesia peregrinante» para referirnos a la comunidad histórica de los creyentes.
El camino es un símbolo muy presente en la Sagrada Escritura. Hacia el 1.800 a. C., cuando Dios llamó a Abrahán, el primer creyente, le dijo: «Sal de tu tierra […]. Y él se puso en camino, como le había dicho el Señor» (Gén 12,1.4). En la tradición judeocristiana, el libro del Éxodo, que narra el camino de Israel por el desierto hacia la Tierra Prometida, es la imagen de nuestra existencia: El Señor nos guía y nos acompaña, nos instruye y nos corrige todas las jornadas de nuestra vida, hasta el día en que entremos en el descanso final. Por eso, los llamados «salmos de ascensión a Jerusalén» recuerdan que todos somos peregrinos, en camino hacia la morada definitiva: «Qué alegría cuando me dijeron: ¡Vamos a la casa del Señor!» (Sal 122 [121],1). Incluso Jesús se definió a sí mismo como «el camino» que lleva al Padre (cf. Jn 14,6).
Santa Teresa de Jesús (1515 – 1582) resume su propuesta de vida en un libro que ella titula «Camino de perfección», que mejor habría que traducir al lenguaje actual como «Camino hacia la plenitud», ya que en sus obras ella invita a descubrir nuestras «inmensas capacidades» (físicas, intelectuales, morales y espirituales) para desarrollarlas a fondo. Santa Teresa invita a iniciar el camino espiritual con una «determinada determinación», poniendo los ojos en la meta y no en las dificultades que encontraremos hasta llegar a ella: «Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar al final, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabajase lo que se trabajare, murmure quien murmurare» (CV 21,2).
Por su parte, san Juan de la Cruz (1542 – 1591) explica que la respuesta correcta de la persona que ha descubierto el amor de Dios y ha escuchado su voz siempre se resume en salir «de todas las cosas criadas y de sí misma» (C 1,2) para ponerse en camino; «Salir de todas las cosas según la afección y voluntad» (C 1,6); «Salir de todas las cosas y de los apetitos e imperfecciones» (1S 1,1); «Salir del cerco y sujeción de las pasiones y apetitos naturales» (1S 15,1); «Salir, según la afección, de sí y de todas las cosas» (1N 1,1); «Salir, según la afección y operación de todas las cosas criadas […], apagar el apetito y afección» (1N 11,4). El santo carmelita usa el sustantivo «camino» 241 veces, y los verbos de movimiento, que caracterizan la actividad del alma, son los más abundantes: salir, entrar, subir, caminar, encaminar, andar, buscar, seguir, etc. Así explica cómo debe ser el inicio de la vida espiritual:
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.
Antonio Machado (1875 – 1939) escribió unos versos inolvidables, en los que revindica el camino como la identidad del ser humano, invitando a dejar atrás el pasado (evitando que nos obsesione) y a avanzar, conscientes del momento presente:
Caminante, son tus huellas / el camino y nada más;
Caminante, no hay camino, / se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino, / y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino / sino estelas en la mar.
Lo manifiesta con mayor convencimiento en su poema «El tren», donde canta:
Yo, para todo viaje / —siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera—, / voy ligero de equipaje.
Si es de noche, porque no / acostumbro a dormir yo,
y de día, por mirar / los arbolitos pasar,
yo nunca duermo en el tren, / y, sin embargo, voy bien.
¡Este placer de alejarse! / Londres, Madrid, Ponferrada,
tan lindos... para marcharse. / Lo molesto es la llegada.
Luego, el tren, al caminar, / siempre nos hace soñar;
y casi, casi olvidamos / el jamelgo que montamos.
¡Oh, el pollino / que sabe bien el camino!
¿Dónde estamos? / ¿Dónde todos nos bajamos?...
León Felipe (1884 – 1968) propone este argumento con mayor radicalidad, si cabe:
Ser en la vida romero, / romero solo, que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero, / sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero, romero..., solo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez solo y ligero, / ligero, siempre ligero.
Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos
para que nunca recemos / como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo / digamos los versos…
Para estos poetas, la vida es el camino. Para los creyentes, también. Pero, a diferencia de los que no saben a dónde se dirigen, los creyentes tenemos una meta clara, por lo que no somos «viajeros» sin más, sino «peregrinos», y deseamos llegar a nuestro destino, que es la patria verdadera, «el descanso definitivo reservado al pueblo de Dios» (Heb 4,9). Un texto cristiano del siglo II, la Carta a Diogneto, citando a san Pablo, afirma que los cristianos no podemos identificarnos totalmente con el lugar donde nacimos, porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20): «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres […]. Toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña […]. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo».
Hacia allí caminamos, tal como cantamos a veces al inicio de nuestras celebraciones: «Hacia ti, morada santa, hacia ti, tierra del Salvador, peregrinos, caminantes, vamos hacia ti». Al terminarlas, también entonamos en ocasiones otro canto que habla de nuestro peregrinar, conscientes de una presencia maternal que nos acompaña: «Mientras recorres la vida, tú nunca solo estás, contigo por el camino santa María va. Ven con nosotros al caminar, santa María, ven…»
En las Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique (1440 – 1479) recuerda que la vida mortal es un camino hacia la eterna:
Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar;
mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar.
Partimos cuando nacemos, / andamos mientras vivimos, / y llegamos
al tiempo que fenecemos; / así que cuando morimos, / descansamos.
Este mundo bueno fue, / si bien usásemos de él, / como debemos;
porque, según nuestra fe, / es para ganar aquel / que atendemos…
Es importante notar que no debemos esperar a morir para llegar a la meta. Los místicos afirman que ya podemos pregustar lo que nos espera al final del camino, porque es deseo de Dios que ya lo vivamos anticipadamente, de manera todavía incompleta, pero real.
De esto tratan las peregrinaciones: de viajes hacia lugares singulares, que nos recuerdan que estamos en camino, nos anuncian el destino de nuestra existencia y nos permiten pregustar el gozo de la comunión plena con Dios, con los hermanos y con la creación entera.
A lo largo de los siglos, varias han sido las metas de peregrinación de los cristianos. Entre todas ellas, destacan las ciudades de Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela. En tiempos más recientes, han entrado a formar parte de esa «geografía del alma» católica los santuarios marianos de Guadalupe en México, Fátima en Portugal y Lourdes en Francia.
Texto escrito por Eduardo Sanz de Miguel, ocd para el último número de la revista «Orar» (Burgos marzo 2025).
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