El domingo que sigue a la fiesta de Epifanía se celebra la fiesta del bautismo del Señor, con la que damos por concluido el ciclo natalicio. En esta entrada les recuerdo algunas cosas que ya he explicado otras veces sobre este argumento, haciendo un resumen.
Introducción litúrgica
El prefacio del día presenta un feliz resumen del significado de esta fiesta: «Hiciste descender tu voz desde el cielo para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús para que los hombres reconociesen en él al mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres».
En Navidad, la Iglesia celebra que Dios se ha hecho Niño. A algunos les sorprende que el último día de este tiempo litúrgico ponga la mirada en Jesús adulto. En realidad, el bautismo de Cristo supone el paso de su vida escondida a su vida pública y manifiesta la identidad y la misión del Niño de Belén.
El bautismo indica las consecuencias últimas de la encarnación: el Hijo de Dios ha cargado sobre sus espaldas con nuestros pecados y nos ha abierto el camino de la vida eterna.
Por eso, el bautismo es una profecía del destino último del Señor, que se puso en la fila con los pecadores y aceptó el bautismo de penitencia de Juan como un signo profético de su pasión, muerte y resurrección para el perdón de los pecados.
El lugar del bautismo
Juan bautizaba en «Betania, al otro lado del Jordán» (Jn 1,28), en la actual Jordania (No es la Betania de Judea, donde estaba la casa de Lázaro).
Se trata de un lugar profundamente simbólico. Por allí cruzaron los patriarcas en cada uno de sus viajes entre Mesopotamia y Canaán. Antes de regresar por allí a Canaán, Jacob luchó con el ángel, que le cambió su nombre por Israel.
Se encuentra a los pies del Monte Nebo, desde el que Moisés divisó la Tierra Prometida antes de morir. Por allí penetraron los judíos, guiados por Josué, en la tierra de promisión. Y desde allí el profeta Elías fue arrebatado al cielo al terminar su misión. Así, el bautismo de Juan relaciona la manifestación del mesías con los patriarcas, el Éxodo y los profetas.
Además, no podemos olvidar que se encuentra junto a la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, en el lugar más bajo de la tierra, a casi 400 metros bajo el nivel del mar. Hasta allí desciende Jesús, a lo más hondo, tal como afirma san Pablo: «Cristo bajó a las regiones inferiores de la tierra» (Ef 4,9).
Reflexión teológica
Descendiendo a la profundidad de la oscuridad y de la muerte que causan nuestros pecados, Jesús abre el camino de la luz y de la vida.
Por eso, al mismo tiempo que se abren los cielos, se derrama el Espíritu Santo y Jesús es declarado Hijo por la voz del Padre (cf. Mt 3,16-17 y paralelos). El contexto revela la identidad y la misión de Jesús.
El Padre reconoce a Jesús como su «Hijo». La palabra utilizada en el texto original es «pais», que en griego puede significar tanto hijo joven como siervo. Como si dijera: «Este es mi muchacho», utilizando a propósito una palabra ambigua.
Encontramos aquí un eco del salmo 2, de contenido mesiánico: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), así como de los cánticos del siervo de Yahvé: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (Is 42,1).
En el momento en que Jesús inaugura su misión se presenta con los rasgos del rey davídico, al mismo tiempo que con los del profeta-siervo, que quita el pecado del mundo (cf. Jn 10,36) cargándolo sobre sus espaldas.
No se distancia de nuestra historia, de nuestras miserias. Por el contrario, se hace solidario con nosotros hasta las últimas consecuencias.
De ahí que Cristo tenga que recibir un bautismo final que le angustia, que es su muerte violenta (Lc 12,49-50), y que nuestro bautismo sea participación en su misterio pascual (Rom 6).
Las palabras que el Padre dirige a Cristo («Tú eres mi Hijo») sirven para todos aquellos que renacen por el agua y por el Espíritu Santo. El Padre dice a cada uno: «Tú eres mi Hijo amado».
El mismo Espíritu que lo consagra después lo empuja al desierto, donde es tentado (Mt 4,1).
Las tentaciones se refieren, precisamente, a la manera de entender su mesianismo. Satanás le presenta otros modelos, distintos del que se ha manifestado en el bautismo.
Dios le pide el servicio, el sufrimiento y la obediencia. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana.
Jesús las supera no usando de Dios para su provecho, sino sirviéndole con obediencia. Se abandona confiadamente en las manos del Padre, a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8).
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