Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 4 de agosto de 2023

Convento de los «capuchos» en Sintra, Portugal


Sintra es una ciudad portuguesa, patrimonio de la humanidad. En el casco histórico viven unas 1000 personas solamente, pero en el municipio son unas 400.000. Es la ciudad portuguesa con más extranjeros residentes, después de Lisboa. Sus museos reciben más de 2,00.000 de visitas cada año.

Fue municipio romano y lugar de descanso para los nobles de la cercana Lisboa. Allí pasaban las vacaciones los reyes y nobles de Portugal, por lo que está llena de castillos, palacios, conventos y otros monumentos, además de parques y jardines. Como está cerca del océano Atlántico (se puede decir que es la playa de Lisboa), goza de un clima templado todo el año y tiene una naturaleza exuberante.

El «castillo de los moros» fue fortaleza musulmana construida sobre edificios anteriores (desde el siglo X a. C.), especialmente sobre un templo griego del siglo V a. C. Posteriormente fue castillo cristiano. En el siglo XV, cuando la población se desplazó de la colina al llano fue abandonado.

El actual «palacio nacional» (también conocido como «palacio da vila») comenzó a construirse a principios del siglo XVI sobre otros edificios anteriores y conserva restos de arquitectura mudéjar, gótica, manuelina, renacentista e historicista. Conserva numerosos salones con artesonados y revestimientos cerámicos (portugueses y españoles), patios y capilla, además de dos características chimeneas cónicas de 33 metros de alto, que corresponden a la cocina, donde se preparaban las piezas cazadas por el rey y la corte.

El «palacio de la pluma» («da pena» en portugués), en lo alto de una montaña, era un antiguo monasterio jerónimo del siglo XII junto al que el rey construyó palacio a principios del siglo XVI. La capilla tiene un hermoso retablo de alabastro en el que trabajó Nicolás Chantereine de 1528 a 1534. En el siglo XIX (después de la exclaustración) se convirtió en la residencia de verano de los reyes portugueses y tomó la exótica y colorida forma actual, con la distribución del parque «a la inglesa» y del jardín «estilo alemán». Su arquitectura mezcla distintos estilos antiguos reinterpretados, según la moda del romanticismo, intencionadamente desordenados, dejando que la imaginación domine sobre el orden. Mientras la revolución industrial transformaba las ciudades, los poetas, músicos y artistas románticos idealizaban la vida en el campo, donde predomina la naturaleza en libertad y el esoterismo. En su momento causó tanta impresión que el compositor Richard Strauss afirmó: «Es la cosa más bella que he visto, muy por encima de todo lo que hay en Italia, Grecia y Egipto».

La «quinta da regaleira» es un perfecto ejemplo de construcción romántica, que mezcla los estilos neomedievales con jardines, lagos, grutas y lugares que esconden significados relacionados con la mitología, el gnosticismo, lo exótico, la alquimia y la masonería. Su elemento más famoso es el «pozo iniciático», una especie de torre de Pisa, pero excavada hacia lo profundo de la tierra con galerías subterráneas que lo comunican con otros lugares de la quinta.

El «convento dos capuchos» era un convento de franciscanos alcantarinos, que vivían en la pobreza y penitencia más extrema: con celdas minúsculas y espacios excavados en la roca, recubiertos de corcho de alcornoque para evitar la humedad. El rey Felipe II decía que amaba especialmente dos lugares de sus reinos: El Escorial por sus riquezas y el convento de los Capuchos de Sintra por su pobreza.

Santa Teresa de Jesús admiraba la penitencia de san Pedro de Alcántara y de sus frailes e intentó imitarla al principio, pero pronto se dio cuenta de que eso no era lo que el Señor le pedía, por lo que puso el acento en la práctica de las virtudes, en la identificación con Cristo y con sus sentimientos. Decía que en ellos hay cosas para admirar, pero no para imitar. Su particular estilo «de recreación y hermandad» es humanista, por lo que valora más la práctica de las virtudes humanas y evangélicas que no las excentricidades que entonces estaban de moda, de las que este convento es un magnífico ejemplo.

Cuando se entra en el camino que lleva al antiguo convento, el alma se dilata al contemplar la exuberancia de la naturaleza.

Hay trozos del camino excavados en la roca, formando un paisaje de ensueño.

Este es el camino que llega desde la parte de atrás del convento, el que desciende hacia las antiguas huertas.

La naturaleza se muestra caprichosa en las formas de los árboles.

Los troncos, las raíces, las lianas y las rocas se entremezclan.

Al llegar al convento, uno encuentra esta explanada.

Esta es la puerta de acceso, escondida entre las rocas.

Esta es la parte interior, en la que se aprecia la campana en el arco detrás de la cruz, con la cuerda para llamar al portero cuando se llegaba al recinto.

El patio central.

La puerta posterior del edificio que baja hacia las huertas.

El pasillo que da a las celdas. Las puertas son todas de un metro de altura, poco más o menos, por lo que hay que agacharse para entrar. Están recubiertas de corcho, como los techos (algunos, de madera) y las camas, que son plataformas de piedra, la mayoría excavadas en la roca, ya que el edificio se construyó integrando varias cuevas y utilizando los espacios disponibles con gran creatividad.

Interior de una celda (unos dos metros de largo por uno y medio de ancho).

El pasillo que da a la biblioteca y a la celdas de la enfermería.

Una ermita - capilla en el jardín.

Interior de la capilla del «Ecce Homo».

Exterior del edificio, desde el patio central.

Una de las ventanas. Se pueden ver encima las tejas invertidas y adosadas a la roca, que recogían el agua de la lluvia y la llevaban a la cisterna.

El exterior de la cocina con la chimenea.

Este atrio abierto es el ingreso al edificio. A la derecha está la puerta de la iglesia y a la izquierda las puertas que llevan a los pasillos de las celdas y de los lugares comunes.

La cocina conventual.

El comedor, que consiste en una mesa baja de piedra, alrededor de la cual comían todos sentados en el suelo.

El coro junto a la iglesia, en el que rezaban el oficio divino. El techo, las puertas y las ventanas están recubiertos de corcho de alcornoque para evitar la humedad y el frío (es una característica de todo el edificio).

La «sala de las aguas», que servía de cuarto de baño y para lavar la ropa y los trastes de la cocina. El depósito del agua tiene la forma de una casita con una fuente que corre en su interior. A la derecha, una pila de agua excavada en la roca.

Fuente en el patio, con bancos y mesas excavados en la roca, en los que se encontraban los frailes los días de fiesta para poder hablar, ya que dentro del monasterio y en los huertos estaban en silencio.

La sala de las aguas, con la ventana por la que entra la luz.

La sala capitular totalmente revestida de corcho, en la que se tenían las reuniones conventuales.

Los servicios higiénicos. Por debajo corre un arroyuelo que se lleva todo al exterior.

Los pasillos y estancias del convento recuerdan la austeridad y mortificación de sus moradores.

La decoración del edificio se resume en cruces (de madera, de corcho, de conchas, de piedra...) y calaveras.

Los frailes vivían «una continua crucifixión, llenando en esta inmolación de amor por las almas las exigencias más entrañables del ideal franciscano», tal como afirman los documentos franciscanos.

La cueva a modo de sepulcro en la que vivió uno de los ermitaños del lugar hasta su muerte.

Las ventanas permanecían la mayor parte del tiempo cerradas porque, como decía san Pedro de Alcántara, les daba lo mismo ver que no ver.

Las ventanas de las celdas dan a este estrecho pasaje.

Desde el atrio se accede al convento a través de la significativa «puerta de la muerte». La calavera a los pies de la cruz está deteriorada, pero es significativa del deseo de los que se retiraban al lugar para vivir muertos al mundo.

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