Esta obra pintada por Pieter Lastman en 1625 nos sirve para ilustrar el evangelio que se lee el domingo 20 del Tiempo Ordinario, ciclo "a". Nos narra un acontecimiento que puede pasar desapercibido, pero tiene una importancia radical: el encuentro de Jesús con una mujer sirofenicia.
Todos sabemos que la intervención de una mujer judía en las bodas de Caná (la Virgen María) adelantó la hora de la manifestación de Jesús a Israel. Pues bien, la intervención de otra mujer, en este caso pagana, adelantó la hora de su manifestación a los gentiles (Mt 15,21-28; Mc 7,24-30).
Jesús se encontraba fuera de Israel, en el territorio de Tiro y Sidón, en la costa mediterránea del actual Líbano, pocos kilómetros al norte de Galilea, que entonces pertenecía a la provincia romana de Siria. Al llegar a la comarca de Tiro, una mujer, que había oído hablar de Jesús, se acerca a él y se postra en su presencia, pidiéndole que cure a su hija enferma. Mateo dice que era una cananea de los contornos. Marcos especifica que era de origen fenicio y de cultura griega. En uno y otro caso queda claro que no era israelita, sino pagana.
Al principio, Jesús no escucha su petición, justificándose en que «Dios me ha enviado solo a las ovejas perdidas de Israel» (Mt 15,24). Cuando ella insiste, da una respuesta aún más sorprendente: «No está bien echar el pan de los hijos a los perrillos» (Mt 15,26). Jesús usa una terminología propia de su época, que distingue entre los judíos (los hijos) y los paganos (los perros), aunque él suaviza el término usándolo al diminutivo: «kynariois», que significa 'perrillos'. Esta era la palabra usada para los canes domésticos (ella lo confirmará cuando haga referencia a que comen las migas que caen de las mesas de sus amos), a diferencia de los perros callejeros.
Con la referencia a los hijos y a los perrillos, Jesús indica que su misión se dirige en primer lugar a Israel. No excluye a los otros pueblos, pero debe seguir un orden establecido: primero los descendientes de Abrahán, después los otros pueblos. De hecho, así lo prometió Dios al patriarca: «Te bendeciré […] y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gen 12,2-3).
Jesús quería la salvación de todos, pero aceptó la lógica de una historia de la salvación que se desarrolla por etapas, según un proyecto preestablecido. Por eso, cuando envió a los doce a predicar la venida del reino, les dijo: «No toméis camino de gentiles ni entréis en las ciudades samaritanas. Dirigíos a las ovejas perdidas de la casa de Israel y anunciad que el reino de los cielos está cerca» (Mt 10,5-7). Solo mucho más tarde, al despedirse de los discípulos, antes de ascender al cielo, les mandó: «Haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que en la versión de los Hechos de los apóstoles se presenta así: «Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Como si el evangelio estuviera destinado a expandirse en círculos concéntricos cada vez más amplios.
San Pablo, que tanto padeció con los judeocristianos, que no entendían su misión entre los paganos, la justifica así: «El evangelio es poder de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío primero y también del griego» (Rom 1,16). Si la Iglesia primitiva no se quedó encerrada en Israel y se dedicó desde el principio a la evangelización de los paganos es porque encontró una justificación en la actividad de Jesús. El texto de la sirofenicia ocupa un importante lugar en ese proceso.
A pesar de que la respuesta de Jesús fue tan dura, la mujer sirofenicia no se desanimó. Su amor hacia su hija y su confianza en Jesús eran demasiado grandes como para abandonar su intento. Usando el mismo lenguaje de Jesús, le dio una respuesta sorprendente: «Es cierto, Señor, pero también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Los judíos esperaban que el mesías les ofrecería primero a ellos el pan del reino y solo en un segundo momento a los otros pueblos. La mujer supone que el banquete del mesías tiene que ser abundante, por lo que puede quedar algo también para los no-judíos, sin necesidad de esperar. Además, ella cree que el alimento de Jesús es tan valioso que unas migajas pueden bastar para sanar a su hija. Su audacia nos sigue sorprendiendo hoy como cuando sucedieron los hechos.
Jesús se admira de las palabras de la mujer y acepta realizar lo que le pide. De esa manera, se adelanta la hora de su manifestación entre los paganos: el banquete mesiánico, la mesa abundante del reino se abre para todos desde ese momento. Así se cumple lo que anuncia san Pablo: «Cristo ha hecho de los dos pueblos uno solo, rompiendo el muro que dividía a los judíos de los gentiles» (Ef 2,14). Este es el gran «misterio» que se nos ha revelado: el eterno proyecto de Dios, que quiere salvar a todos los hombres por medio de Cristo (cf. Ef 3,3).
Jesús se encontraba fuera de Israel, en el territorio de Tiro y Sidón, en la costa mediterránea del actual Líbano, pocos kilómetros al norte de Galilea, que entonces pertenecía a la provincia romana de Siria. Al llegar a la comarca de Tiro, una mujer, que había oído hablar de Jesús, se acerca a él y se postra en su presencia, pidiéndole que cure a su hija enferma. Mateo dice que era una cananea de los contornos. Marcos especifica que era de origen fenicio y de cultura griega. En uno y otro caso queda claro que no era israelita, sino pagana.
Al principio, Jesús no escucha su petición, justificándose en que «Dios me ha enviado solo a las ovejas perdidas de Israel» (Mt 15,24). Cuando ella insiste, da una respuesta aún más sorprendente: «No está bien echar el pan de los hijos a los perrillos» (Mt 15,26). Jesús usa una terminología propia de su época, que distingue entre los judíos (los hijos) y los paganos (los perros), aunque él suaviza el término usándolo al diminutivo: «kynariois», que significa 'perrillos'. Esta era la palabra usada para los canes domésticos (ella lo confirmará cuando haga referencia a que comen las migas que caen de las mesas de sus amos), a diferencia de los perros callejeros.
Con la referencia a los hijos y a los perrillos, Jesús indica que su misión se dirige en primer lugar a Israel. No excluye a los otros pueblos, pero debe seguir un orden establecido: primero los descendientes de Abrahán, después los otros pueblos. De hecho, así lo prometió Dios al patriarca: «Te bendeciré […] y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gen 12,2-3).
Jesús quería la salvación de todos, pero aceptó la lógica de una historia de la salvación que se desarrolla por etapas, según un proyecto preestablecido. Por eso, cuando envió a los doce a predicar la venida del reino, les dijo: «No toméis camino de gentiles ni entréis en las ciudades samaritanas. Dirigíos a las ovejas perdidas de la casa de Israel y anunciad que el reino de los cielos está cerca» (Mt 10,5-7). Solo mucho más tarde, al despedirse de los discípulos, antes de ascender al cielo, les mandó: «Haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que en la versión de los Hechos de los apóstoles se presenta así: «Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Como si el evangelio estuviera destinado a expandirse en círculos concéntricos cada vez más amplios.
San Pablo, que tanto padeció con los judeocristianos, que no entendían su misión entre los paganos, la justifica así: «El evangelio es poder de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío primero y también del griego» (Rom 1,16). Si la Iglesia primitiva no se quedó encerrada en Israel y se dedicó desde el principio a la evangelización de los paganos es porque encontró una justificación en la actividad de Jesús. El texto de la sirofenicia ocupa un importante lugar en ese proceso.
A pesar de que la respuesta de Jesús fue tan dura, la mujer sirofenicia no se desanimó. Su amor hacia su hija y su confianza en Jesús eran demasiado grandes como para abandonar su intento. Usando el mismo lenguaje de Jesús, le dio una respuesta sorprendente: «Es cierto, Señor, pero también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Los judíos esperaban que el mesías les ofrecería primero a ellos el pan del reino y solo en un segundo momento a los otros pueblos. La mujer supone que el banquete del mesías tiene que ser abundante, por lo que puede quedar algo también para los no-judíos, sin necesidad de esperar. Además, ella cree que el alimento de Jesús es tan valioso que unas migajas pueden bastar para sanar a su hija. Su audacia nos sigue sorprendiendo hoy como cuando sucedieron los hechos.
Jesús se admira de las palabras de la mujer y acepta realizar lo que le pide. De esa manera, se adelanta la hora de su manifestación entre los paganos: el banquete mesiánico, la mesa abundante del reino se abre para todos desde ese momento. Así se cumple lo que anuncia san Pablo: «Cristo ha hecho de los dos pueblos uno solo, rompiendo el muro que dividía a los judíos de los gentiles» (Ef 2,14). Este es el gran «misterio» que se nos ha revelado: el eterno proyecto de Dios, que quiere salvar a todos los hombres por medio de Cristo (cf. Ef 3,3).
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