Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 9 de marzo de 2024

Jesús, elevado sobre la tierra para salvar al mundo


En la cima del monte Nebo, en Jordania, desde donde Moisés divisó la Tierra Santa antes de morir, se eleva una gran escultura, que representa a Jesús crucificado y a una serpiente que se enrolla en su cuerpo, en referencia a este evangelio:

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vicia eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. (Jn 3,14-18).

El evangelio del cuarto domingo de Cuaresma (ciclo "b") desarrolla dos ideas principales.

1- Jesús tiene que ser elevado como la serpiente en el desierto. Recordemos que cuando Israel caminaba por el desierto fue atacado por serpientes venenosas, que causaban muchas bajas. Dios dijo a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera en un estandarte. Los mordidos por las serpientes, al mirarla, quedaban sanos (cf. Núm 21,8s).

Recordemos que, en la Biblia, la serpiente es símbolo del pecado y del demonio. Cuando son sentimos mordidos por la serpiente se refiere a cuando somos conscientes de nuestro pecado y nos sentimos heridos. Es entonces cuando tenemos que mirar con fe a Jesucristo crucificado, el único que puede darnos el perdón y la salvación.

2- Dios no mandó a su Hijo para juzgarnos, sino para salvarnos. Jesucristo es «el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16), que fue enviado por el Padre al mundo para que «todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). De hecho, su nombre significa en hebreo «Dios salva» o «Salvador». Por eso dice san Pedro: «Bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que puedan salvarse» (Hch 4,12). 

Es importante que entendamos bien qué significa el juicio de Jesucristo. Él no necesita pronunciarse. Cada uno de nosotros, con sus elecciones, se juzga a sí mismo, tal como dice el evangelio de hoy: «El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado por no haber creído en el Hijo único de Dios» (Jn 3,18). Y continúa: «El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque hacían el mal» (Jn 3,19). 

Cristo es la luz del mundo, el salvador enviado por el Padre. Ante él hay que hacer una opción: o acogemos la luz, el perdón y la vida, o permanecemos en la oscuridad, la culpa y la muerte. La propia salvación o condenación dependen de nuestra actitud ante su persona. 

El juicio es, al mismo tiempo, salvación para los que acogen a Cristo y condenación para quienes lo rechazan. Por lo tanto, cada uno de nosotros se juzga a sí mismo, al decidir de qué parte quiere estar. San Juan dice que, cuando Jesús vino al mundo, «los suyos no lo recibieron; pero, a cuantos lo recibieron, les dio poder para convertirse en hijos de Dios» (Jn 1,11-12). 

Este es el verdadero drama del ser humano: Cristo viene a darle vida eterna, a hacerle hijo de Dios, pero no le obliga, sino que respeta su libertad. Él debe decidir y, con sus opciones, condiciona su futuro.

Por desgracia, con nuestra elecciones equivocadas podemos echar a perder nuestra vida, aunque siempre podemos arrepentirnos y recibir el perdón de Dios, ya que él «no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión» (2Pe 3,9). 

Jesucristo anuncia el amor de Dios y nos ofrece la salvación, pero también insiste en la responsabilidad de nuestros actos. Por eso, al final, «los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (Jn 5,29).

«El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia. Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia» (Catecismo, 681-682).

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