El Sábado Santo, la Iglesia, unida a María, contempla en silencio el gran misterio del amor y de la esperanza.
Después de la muerte y sepultura de Jesús, los discípulos huyeron, se dispersaron ante el fracaso evidente. Su esperanza yacía en un sepulcro y la nuestra se mantiene en una mujer: María, la madre de los creyentes.
Ella es la única referencia de la Iglesia en el momento en que su Camino está roto, su Verdad despreciada y su Vida sepultada.
Después de Jesús, ella es la que mejor conoce al Padre, la que más de cerca ha experimentado su cercanía. Por eso, a ella nos dirigimos, en ella buscamos la compañía para esperar. El Sábado Santo ella no ve, no sabe, no entiende; pero ella, como antes Abrahán, cree y espera.
Aquí podemos entender por qué, como Iglesia, recordamos todos los sábados del año a María: porque ella es el referente orante, el punto de apoyo de los creyentes cuando se sienten confundidos, cuando no ven esperanza ni camino.
El Viernes Santo, Jesús la hizo, desde la cruz, madre de la comunidad (cf. Jn 19,25-27), madre de los discípulos. Y ella empezó inmediatamente a darles a luz, a convertirles en creyentes, precisamente cuando todo invitaba a la incredulidad.
Su fidelidad y su sí sostenido hasta más allá de la tumba son el primer tesoro que ha de guardar la Iglesia.
«Desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27), la acogió -dice el texto- entre sus cosas, como cosa suya. Así queremos hacer los discípulos de Jesús: acogemos a María y nos refugiamos entre sus manos, pidiéndole que nos ampare bajo su manto protector y nos enseñe a seguir esperando contra toda esperanza en el amor de su Hijo, más fuerte que el pecado y que la muerte.
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