La Semana Santa es un tiempo oportuno para reflexionar sobre uno de los puntos más problemáticos de nuestra fe y de toda la existencia humana: ¿podemos encontrar un sentido al sufrimiento?, ¿lo quiere Dios?
Para entender algo, recordemos una imagen que Jesús utilizó: la poda de la vid (cf. Jn 15,5). Si la vid pudiera pensar y hablar, pediría al labrador que no la pode, que no corte sus ramas, las cuales ha formado con tanto esfuerzo. Pero los que hemos visto vides abandonadas durante algunos años hemos comprobado cómo los sarmientos crecen hasta ahogar la vid, que no solo no da frutos, sino que incluso se seca y termina muriendo. Los sufrimientos son las podas de nuestra vida. Lo que Dios quiere no es el sufrimiento en sí, sino que crezcamos y demos fruto. Y las podas son absolutamente necesarias para eso.
Basta con mirar a nuestro alrededor para comprobar los efectos negativos que ha causado en numerosos jóvenes una vida demasiado fácil, sin podas, con la satisfacción inmediata de sus caprichos. Nos encontramos ante una generación en la que muchos son incapaces de enfrentar el sufrimiento, por lo que transforman cualquier contradicción en frustración; en la que se multiplican las depresiones y los suicidios (más de un millón al año). La ausencia de pequeños sufrimientos nos impide madurar y enfrentar los grandes, que llegan invariablemente, antes o después.
San Juan de la Cruz enseña que Dios no nos envía los sufrimientos ni los desea para nosotros. Él los permite porque forman parte de nuestra maravillosa realidad de criaturas: llamados a la felicidad, pero limitados, sometidos a mil influencias externas que nos afectan (enfermedades, accidentes, equivocaciones propias y ajenas, pecados...). El santo carmelita lo afirma con claridad: «No es voluntad de Dios que el alma se turbe de nada ni que padezca trabajos; que, si los padece en los casos adversos, es por la flaqueza de su virtud, porque el alma del perfecto se goza en lo que se pena la imperfecta» (D 56).
Dios no quiere nuestro dolor, sino nuestro crecimiento. Todos los sufrimientos se pueden transformar en noche purificadora, porque Dios se hace presente en ellos cuando son aceptados por amor, cuando los unimos a la cruz de Cristo, siguiendo el ejemplo de san Pablo, que exclama: «Me alegro de mis sufrimientos; así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). También hay un salmo que afirma: «Me estuvo bien el sufrir, porque así aprendí tus enseñanzas» (Sal 119[118],71).
Jesús, en la noche de Getsemaní y del Gólgota, no nos explicó el significado del sufrimiento, pero lo asumió, cumpliendo con las profecías de los cánticos del siervo de Yahvé: «Soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores» (Is 53,4). San Juan de la Cruz comenta que, precisamente en ese momento, el Señor realizó su obra más importante, que fue la redención del género humano (cf. 2S 7,11).
Es algo que nos desborda y nunca podremos comprender, pero el sufrimiento de Jesús, vivido con amor, se convirtió en algo bueno para nosotros. También los sufrimientos humanos pueden terminar transformándose en algo positivo, pero solo si son vividos con amor, unidos a los de Cristo.
Santa Teresa de Calcuta decía que no sabemos si nuestro amor es auténtico «hasta que duele». Solo podemos estar seguros de la autenticidad de nuestro amor cuando tenemos ocasión de demostrarlo, no en las circunstancias y por los medios que nosotros mismos hemos elegido, sino en aquellas situaciones que no solo no hemos buscado, sino que, además, nos desagradan. Por eso, nuestra actitud ante las contrariedades de la vida es tan reveladora de la autenticidad de nuestra fe.
Publicado en la revista Orar de marzo de 2024.
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