Los contenidos de la fe cristiana ya no son patrimonio de nuestra sociedad occidental. Muchos contemporáneos nuestros no conocen cuántos y cuáles son los sacramentos, ni pueden distinguir una escultura que representa a san José de otra que representa a san Antonio de Padua, ni mucho menos saben de qué hablamos cuando decimos que «Jesucristo descendió a los infiernos». Y no les interesa informarse; tienen suficiente con la caricatura que se han formado de las verdades de nuestra fe. Los contenidos han perdido su importancia porque ha desaparecido la fe que los sustentaba.
Entre nosotros, hoy en materia de religión predominan los indiferentes. Viven y dejan vivir. No se plantean preguntas religiosas ni entran en conflicto con las religiones organizadas. Admiran la labor de los voluntarios de Cáritas y de los misioneros, aunque no les interesan los motivos que les mueven a actuar así. Al mismo tiempo, a nuestro alrededor también crece el número de individuos y de grupos ateos beligerantes contra los católicos, que basan su odio en generalidades vulgares, en acontecimientos sacados de contexto, en falsedades mil veces repetidas. Para ellos, todos los creyentes (especialmente si formamos parte de las estructuras visibles de la Iglesia) somos hipócritas, pervertidos o retrasados mentales.
En este contexto postcristiano, el ambiente no solo no ayuda a vivir la fe, sino que la dificulta. Ya no se puede ser creyente por herencia sociológica, porque nuestro país era tradicionalmente cristiano o porque lo son los propios padres. En la sociedad contemporánea, la práctica de la religión se ha convertido en una opción personal. Desde mediados del siglo pasado se viene repitiendo que «el cristiano del siglo XXI será místico o no será cristiano». En nuestros días, para que surja la fe se necesita un encuentro con Cristo, una experiencia personal del «misterio» (eso es la «mística»).
Hemos oído muchas veces que la fe es un don, pero no debemos olvidar que Dios no niega sus dones a nadie. Lo que pasa es que la fe es también una conquista, por lo que hay que esforzarse para protegerla y cultivarla, de manera que se conserve y crezca. En nuestros días sigue siendo actual la pregunta de Jesús: «Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Yo no puedo responder por los demás. No sé si mis vecinos o mis parientes conservarán o rechazarán la fe, pero tengo la responsabilidad de hacer todo lo posible para conservarla yo; y si puedo ayudar a que otros también la reciban y la acrecienten, tanto mejor.
Miguel de Unamuno escribió: «A medida que más medito en los misterios, más hondas enseñanzas saco de ellos. ¿Cabe mayor manifestación del dedo de Dios? Me hace recobrar lo que perdí recorriendo el mismo camino por donde lo perdí; solo que si perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas, la recobro meditando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios. Hay una gran diferencia entre pensar y meditar. Se medita rezando; la oración es la única fuente de la posible penetración del misterio. No sutilizarlos y escudriñarlos sobre los libros, sino meditarlos de rodillas; este es el camino». Como él, tenemos que poner lo que está de nuestra parte para meditar en los misterios de nuestra fe, orándolos y contemplándolos.
San Juan de la Cruz dice que «el Señor descubrió siempre los tesoros de su Sabiduría y Espíritu a los mortales; pero ahora que la malicia va descubriendo más su cara, los descubre todavía más» (Dichos de luz y amor, 1). Cuantas más dificultades pone la sociedad a la vivencia de la fe, más gracias nos concede Cristo para que podamos mantenerla y acrecentarla. Pero tenemos que poner algo de nuestra parte: en primer lugar, el esfuerzo para conocer mejor sus contenidos, tal como están recogidos en la Biblia y resumidos en el Credo. Este libro pretende ser una ayuda para conseguirlo.
Puntos para la reflexión y oración
La fe es «garantía» y «prueba». Es, por tanto, una manera distinta de ver, una luz que tiene en sí capacidad de iluminar nuestra existencia. El profeta Malaquías anunció al mesías como un «sol victorioso que trae la salvación entre sus rayos» (Mal 3,20). Inspirándose en él, el padre de Juan Bautista anunció la llegada de «un sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas» (Lc 1,78) y Simeón llamó al niño Jesús «luz que alumbra a las naciones» (Lc 2,32). Él mismo se identificó con «la luz del mundo» y añadió que, el que le sigue, «no camina en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida» (Jn 8,12).
Poema de Juan Ruiz Peña (1915-1992)
El siguiente poema afirma que, aunque mi fe ilumina poco y no me permite ver a Dios con claridad, «es una lámpara de oro con cien mil soles dentro», que brillará en el momento oportuno, cuando yo deje a Dios las manos libres para actuar en mi vida. Aún no lo hago, pero lo deseo.
Mi fe es una lámpara de oro,
con cien mil soles dentro,
pero su claridad es poca
aún, y mi alma
apenas un temblor, sonido, hoja
de otoño o suspirar amarillo del bosque.
Qué importa, si te siento
en mi sangre, en hervor,
si te escucho, resuello de niño dormido,
si te respiro, iris teñido de ilusión.
Te busco con mi lámpara,
pasan los años,
y soy tiempo
desnudo, soledad, trabajo, amor,
tonel de sufrimiento.
Yo te ofrendo la vida,
dame la paz en cambio,
oh Invisible, mi lámpara no puede alumbrar más.
Súplica de Susana March (1918-1991)
Por su parte, la autora del siguiente texto afirma que la fe es la base sobre la que se puede construir la vida, la que da consuelo al hecho de haber nacido, porque da sentido a la existencia. Por eso la pide con dramática honestidad.
Tengo secos los ojos
de mirar el vacío...
¡Dame, Dios, la esperanza
para saber que existo!
¡Dame la fe que mueve
las montañas de sitio!
Dame una base, algo
en que apoyar mi grito.
Algo que me consuele,
Señor, de haber nacido.
Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4, páginas 35-39.
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