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martes, 16 de enero de 2024

Creo en Dios. 6- La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas


Antes de comenzar a estudiar cada una de las afirmaciones del Credo, es bueno recordar que la fe cristiana no consiste en saber de memoria unas verdades, sino en relacionarse personalmente con Dios. Los cristianos no creemos en «algo» sino en «Alguien». Dios no es una idea, sino una persona que viene a nuestro encuentro y que quiere establecer una relación de amistad con los hombres. De ahí la importancia de la oración, que es la manifestación más profunda de la fe, así como su alimento.

Creer en Dios no es solo afirmar que él existe, ni basta con aceptar como verdadero lo que él nos ha revelado. Creer en Dios significa relacionarse personalmente con él: abrirse a su amor, confiar en su misericordia, acoger su Palabra, esperar en sus promesas, aceptar sus enseñanzas, intentar vivir como él nos pide.

Según una etimología medieval, la palabra latina credere («creer») vendría de cor-dare («dar el corazón»); es decir: la fe sería meter el propio corazón, la propia vida, en manos de Dios. Antes que poseerle, es dejar que él me posea. Por su parte, en hebreo «creer» se dice taaminu, una variación de la raíz .mn (de la que también proviene la palabra «amén»), y significa aquello que es sólido y estable, que permanece en el tiempo, por lo que creer en alguien es reconocer su estabilidad y encontrar apoyo en él. La fe bíblica consiste en permanecer firme en Dios, confiar en sus promesas, encontrar en él el cimiento sobre el que construir la propia vida.

El papa Benedicto XVI, al inicio de su encíclica sobre el amor, afirmó con rotundidad: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con una Persona» (Deus Caritas est, 1). Realizó afirmaciones similares en numerosas ocasiones, como cuando –hablando de la fe– dijo: «Se trata del encuentro, no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios» (Audiencia, 17-10-2012). Y de nuevo: «La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego libremente a un Dios que es Padre y me ama, es adhesión a un “Tú” que me da esperanza y confianza» (Audiencia, 24-10-2012). Por lo tanto, la fe surge del encuentro personal con Dios, de la experiencia de su amor y de su perdón y consiste –prioritariamente– en una relación de confianza con él.

El papa Francisco insiste en el mismo tema. En su encíclica sobre la fe, escribió: «La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida» (Lumen fidei, 4). Primero viene el descubrimiento de ese gran amor «que nos precede» y nos acompaña siempre. La fe es la respuesta. Así lo explica el papa, dando un testimonio personal: «La fe, para mí, nació del encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que tocó mi corazón y dio una nueva dirección y un nuevo sentido a mi existencia» (Carta a Scalfari, 04-09-2013). En algunos casos ha advertido de que la fe no puede identificarse con una doctrina y mucho menos con una casuística de lo que se puede hacer y lo que no, como cuando advirtió del peligro que supone «pensar la fe como un sistema de ideas» y añadió que quienes «caen en la casuística o en la ideología son cristianos que conocen la doctrina, pero sin fe», concluyendo que «la fe es un encuentro con Jesucristo, con Dios» (Homilía, 21-02-2014).

«La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es, al mismo tiempo e inseparablemente, el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura» (Catecismo, 150).

Puntos para la reflexión y oración

La palabra «creer» puede tener varios significados. Si yo digo: «Creo que va a llover», quiero decir: «Me parece que va a llover». Cuando digo a alguien: «Te creo», quiero decir: «Me fío de ti y de la veracidad de tus palabras». Si digo a una persona: «Creo en ti», me refiero a que esa persona vale para algo, puede superar sus problemas y dificultades y llegar a desarrollar sus capacidades en algún campo concreto. Cuando digo: «Creo en Dios», quiero decir que pongo en él mi confianza, que me apoyo en él. Esto es tan radical, que solo se lo puedo decir a una persona humana de modo figurado; hablando con propiedad solo puedo creer en Dios. «Creo en Dios» equivale a: «Sé que mi existencia tiene un sentido, porque corresponde a un proyecto amoroso de Dios, que me conoce, me ama y quiere hacerme partícipe de su vida».

El profeta Isaías dice: «Te llamo por tu nombre» (Is 43,1). Que Dios conoce «mi nombre» significa que conoce mi identidad, mis características personales, mi historia, que todo lo mío le interesa. ¿Soy consciente de que Dios me ha creado por amor y me ama con un amor personal?

La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela. Dios está cerca de mí y quiere lo mejor para mí, aunque yo no lo entienda siempre. ¿Confío plenamente en Dios? ¿Confío en la solidez de sus palabras y construyo mi vida sobre sus promesas?

Desde el día de mi bautismo, Dios habita en mi corazón: ¿me relaciono con él en la oración? ¿Vivo la fe como una relación amorosa con él?

El ambiente social contemporáneo no nos ayuda a vivir la fe. ¿Me formo para conocer mejor los contenidos de mi fe? ¿Doy testimonio de mi fe cristiana en mi familia, ambiente de estudio o trabajo, etc.?

Soneto de Miguel de Unamuno

El siguiente soneto es algo complicado, pero es muy hermoso y profundo. Habla de la sed de Dios, que solo puede ser saciada con la fe (agua de la lluvia, es decir: don de Dios, que no puede ser fabricada por el hombre). El poeta comienza pidiendo a Dios que transforme su alma en un aljibe capaz de contener el precioso líquido; esto es: pide la capacidad de creer, de recibir en sí el agua de la fe. Querría poder nadar en ella, pero se contenta con una sola gota, con el mínimo para no morir de sed. Sus muchos conocimientos no le quitan la sed. Al contrario, le provocan el sudor amargo de la duda, que le envenena. Por eso le pide a Cristo que le libre de ese tormento, suplicándole, como el personaje de la Escritura: «Creo, Señor, pero aumenta mi fe» (Mc 9,24).

Sed de Dios tiene mi alma, del Dios vivo:
conviértemela, Cristo, en limpio aljibe
que la graciosa lluvia en sí recibe
de la fe. Me contento si pasivo

una gotica de sus aguas libo
aunque en el mar de hundirme se me prive,
pues quien mi rostro ve – dice – no vive,
y en esa gota mi salud estribo.

Hiéreme frente y pecho el sol desnudo
del terrible saber que sed no muda;
no bebo agua de vida, pero sudo

y me amarga el sudor, el de la duda:
sácame, Cristo, este espíritu mudo.
¡Creo!, tú a mi incredulidad ayuda.

Oración

Señor, yo creo en ti, pero necesito que aumentes mi fe cada día, cada momento. Tiendo a fiarme más de mis proyectos y de mis fuerzas que de ti. Me cuesta fiarme de tu Palabra. Sé que tú estás cerca de los que te invocan, pero hay momentos en los que me escondo de tu mirada. Hoy pongo en tus manos mi vida, con sus luces y sus sombras, con mis momentos de generosidad y mis ataques de egoísmo. Guíame por tus sendas y no permitas que nunca me aleje de ti. Amén.


Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, ISBN: 978-84-8353-865-4 (páginas 47-52).

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