El libro del Génesis presenta poéticamente la obra de Dios, que hizo todo en seis días y el séptimo descansó. Así indica que todas las cosas son buenas y corresponden a un proyecto amoroso que se va realizando en el tiempo y que llegará a plenitud cuando todo entre en su descanso, cuando vivamos la perfecta comunión de amor con Dios, para la que hemos sido creados.
El ser humano también está llamado a trabajar durante su vida mortal, transformando la creación para ganarse el alimento. El descanso semanal le ayuda a recordar que Dios es el único creador y los hombres son solo colaboradores. Por eso el hombre interrumpe su trabajo, para dar gracias a Dios por el don de la vida y por todas las cosas hermosas que ha creado.
Los primeros capítulos del Génesis no deben interpretarse literalmente, lo que no significa que cuenten mentiras. Cuando decimos que una persona «es más buena que el pan», no le damos un mordisco para comprobar si es verdad, ya que entendemos a qué nos referimos. Lo mismo sucede al hablar de alguien «más dulce que la miel» o que «habla por los codos». No decimos mentiras, sino que usamos un lenguaje figurado para transmitir un mensaje verdadero.
Los primeros capítulos del Génesis no deben interpretarse literalmente, lo que no significa que cuenten mentiras. Cuando decimos que una persona «es más buena que el pan», no le damos un mordisco para comprobar si es verdad, ya que entendemos a qué nos referimos. Lo mismo sucede al hablar de alguien «más dulce que la miel» o que «habla por los codos». No decimos mentiras, sino que usamos un lenguaje figurado para transmitir un mensaje verdadero.
Muchas veces Jesús predicaba usando parábolas (narraciones con enseñanza religiosa). Lo mismo hace la Biblia en sus primeras páginas: usando un lenguaje poético, transmite un mensaje religioso, para el que las palabras ordinarias se manifiestan insuficientes.
Así, enseña que hay un solo Dios que ha creado de la nada todo lo que existe y que ha hecho al ser humano (hombre y mujer) a su imagen y semejanza, con un destino glorioso: vivir en comunión de amor con él. También nos hace comprender que el pecado nos aleja de Dios y que sin él no podemos ser verdaderamente felices.
El capítulo primero del Génesis cuenta la creación del mundo y del ser humano en siete días. Estamos ante un hermoso poema que enseña que Dios ha creado todo por medio de su Palabra poderosa, según un proyecto complejo: la luz, el agua, el cielo y la tierra, los astros, las plantas, los animales y los seres humanos. Nuestra vida no es fruto del azar, sino que tiene un sentido, ya que corresponde a un plan de Dios.
El capítulo segundo cuenta la creación de forma distinta: Dios se presenta como un artista que modela la tierra para hacer sus obras o como un jardinero que planta árboles y cuida de los campos. Pone un cuidado especial en la creación de los seres humanos, formados del barro, como las demás criaturas, para indicar su naturaleza material y su fragilidad; pero sopla su aliento de vida sobre ellos, para indicar que poseen una participación del Espíritu divino.
La Biblia no habla de la evolución de las especies, del «big bang» ni de otras teorías científicas contemporáneas porque usa las categorías literarias y científicas de la época en la que se redactó, se adapta a las capacidades de sus destinatarios y transmite un mensaje religioso, no científico en el sentido actual.
Lo que el libro del Génesis nos transmite es que Dios ha creado todo lo que existe y que el ser humano (hombre y mujer) ha sido hecho «a su imagen y semejanza» para que pueda entrar en una relación de amor con Dios desde la libertad. En la medida en que aceptamos esta vocación, somos felices. Si la rechazamos y nos alejamos de Dios, somos infelices. San Agustín lo expresó así: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
«Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría. Este no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios, que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad» (Catecismo, 295).
«¿Se puede estar convencido de la evolución y creer sin embargo en el Creador? Sí. La fe está abierta a los descubrimientos e hipótesis de las ciencias naturales. La teología no tiene competencia científico-natural; las ciencias naturales no tienen competencia teológica. Las ciencias naturales no pueden excluir de manera dogmática que en la creación haya procesos orientados a un fin; la fe, por el contrario, no puede definir cómo se producen estos procesos en el desarrollo de la naturaleza. Un cristiano puede aceptar la teoría de la evolución como un modelo explicativo útil, mientras no caiga en la herejía del “evolucionismo”, que ve al hombre como un producto casual de procesos biológicos. La evolución supone que hay algo que puede desarrollarse. Pero con ello no se afirma nada acerca del origen de ese “algo”. Tampoco las preguntas acerca del ser, la dignidad, la misión, el sentido y el porqué del mundo y de los hombres se pueden responder biológicamente. Así como el “evolucionismo” se inclina demasiado hacia un lado, el “creacionismo” lo hace hacia el lado contrario. Los creacionistas toman los datos bíblicos (por ejemplo, la edad de la Tierra, la creación en seis días) ingenuamente al pie de la letra» (Youcat, 42).
El capítulo primero del Génesis cuenta la creación del mundo y del ser humano en siete días. Estamos ante un hermoso poema que enseña que Dios ha creado todo por medio de su Palabra poderosa, según un proyecto complejo: la luz, el agua, el cielo y la tierra, los astros, las plantas, los animales y los seres humanos. Nuestra vida no es fruto del azar, sino que tiene un sentido, ya que corresponde a un plan de Dios.
El capítulo segundo cuenta la creación de forma distinta: Dios se presenta como un artista que modela la tierra para hacer sus obras o como un jardinero que planta árboles y cuida de los campos. Pone un cuidado especial en la creación de los seres humanos, formados del barro, como las demás criaturas, para indicar su naturaleza material y su fragilidad; pero sopla su aliento de vida sobre ellos, para indicar que poseen una participación del Espíritu divino.
La Biblia no habla de la evolución de las especies, del «big bang» ni de otras teorías científicas contemporáneas porque usa las categorías literarias y científicas de la época en la que se redactó, se adapta a las capacidades de sus destinatarios y transmite un mensaje religioso, no científico en el sentido actual.
Lo que el libro del Génesis nos transmite es que Dios ha creado todo lo que existe y que el ser humano (hombre y mujer) ha sido hecho «a su imagen y semejanza» para que pueda entrar en una relación de amor con Dios desde la libertad. En la medida en que aceptamos esta vocación, somos felices. Si la rechazamos y nos alejamos de Dios, somos infelices. San Agustín lo expresó así: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
«Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría. Este no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios, que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad» (Catecismo, 295).
«¿Se puede estar convencido de la evolución y creer sin embargo en el Creador? Sí. La fe está abierta a los descubrimientos e hipótesis de las ciencias naturales. La teología no tiene competencia científico-natural; las ciencias naturales no tienen competencia teológica. Las ciencias naturales no pueden excluir de manera dogmática que en la creación haya procesos orientados a un fin; la fe, por el contrario, no puede definir cómo se producen estos procesos en el desarrollo de la naturaleza. Un cristiano puede aceptar la teoría de la evolución como un modelo explicativo útil, mientras no caiga en la herejía del “evolucionismo”, que ve al hombre como un producto casual de procesos biológicos. La evolución supone que hay algo que puede desarrollarse. Pero con ello no se afirma nada acerca del origen de ese “algo”. Tampoco las preguntas acerca del ser, la dignidad, la misión, el sentido y el porqué del mundo y de los hombres se pueden responder biológicamente. Así como el “evolucionismo” se inclina demasiado hacia un lado, el “creacionismo” lo hace hacia el lado contrario. Los creacionistas toman los datos bíblicos (por ejemplo, la edad de la Tierra, la creación en seis días) ingenuamente al pie de la letra» (Youcat, 42).
Puntos para la reflexión y oración
Santa María de Jesús Crucificado, o.c.d., llamada de seglar indistintamente Miriam o Mariam Bawardy, sentía compasión de los hombres que sufren, pero también de los animales y de las plantas, de la creación entera. Así la describe una hermana de su monasterio cuando todavía estaba viva:
«Nosotros no podemos hacernos idea de cuánto sufre a causa de ciertas impresiones sobrenaturales que la aferran y la inundan tanto a nivel de su cuerpo como de su alma, pero sobre todo a nivel de su alma, sumergiéndola en un mar de amargura. Ella sufre con el dolor de cada nación, de cada individuo, e incluso se deja conmover por el dolor de las bestias que sufren y que sufrirán. En un cierto sentido podríamos decir que ella se compadece de la tierra demasiado árida o demasiado bañada, de los árboles y de las plantas».
Sí, se compadecía de la tierra y del mar, de las plantas y de los animales, porque contemplaba toda la creación como obra de Dios, que ama a todas sus criaturas y las mantiene en la existencia. Por eso decía:
«Siento que todas las criaturas, los árboles y las flores están en Dios y también en mí, pues yo estoy en Dios y él está en mí, y todo lo que hay en él está también en mí... Para amar como él ama, yo querría un corazón más grande que el universo».
La creación es hermosa porque refleja la belleza de Dios. ¿Contemplo la obra de Dios y le doy gracias por la naturaleza? ¿Respeto la obra que Dios ha creado?
Poema de José Luis Blanco Vega, s.j. (1930-2005)
El autor del siguiente poema nos invita a descubrir que Dios Creador no abandona su obra, sino que se hace presente en cada cosa: la luz, el árbol, el agua, la brisa, la rosa... Pero hay que aprender a mirar para saber descubrirlo en la vida ordinaria.
Eso es la contemplación: aprender a mirar para ver más allá de las apariencias, como hicieron los discípulos durante la transfiguración de Jesús, que descubrieron la gloria de Dios en su humanidad. Miremos el mundo con atención contemplativa para descubrir las huellas de Dios en sus obras.
Alfarero del hombre, mano trabajadora,
que, de los hondos limos iniciales,
convocas a los pájaros a la primera aurora,
al pasto, los primeros animales.
De mañana te busco, hecho de luz concreta,
de espacio puro y tierra amanecida.
De mañana te encuentro, vigor, origen, meta
de los sonoros ríos de la vida.
El árbol toma cuerpo y el agua melodía,
tus manos son recientes en la rosa,
se espesa la abundancia del mundo a mediodía,
y estás de corazón en cada cosa.
No hay brisa si no alientas, monte si no estás dentro,
ni soledad en que no te hagas fuerte.
Todo es presencia y gracia. Vivir es este encuentro:
tú, por la luz, el hombre, por la muerte.
¡Que se acabe el pecado! ¡Mira que es desdecirte
dejar tanta hermosura en tanta guerra!
Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte
de haberle dado un día las llaves de la tierra.
Del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz (1542-1591)
San Juan de la Cruz se dirige a las criaturas, buscando en la contemplación de la naturaleza la «huella» de su autor: «Caminando por la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, criador de ellas» (Cántico 4,1). Así, les pregunta:
¡Oh bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!,
¡oh prado de verduras
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado.
Y las obras de Dios le responden, invitándole a descubrir en su belleza y armonía una huella de la hermosura de Cristo, ya que Dios ha creado todo por medio de él y para él (cf. Col 1,16). «En esta canción lo que se contiene en sustancia es que Dios creó todas las cosas con gran facilidad y brevedad, y en ellas dejó algún rastro de quien él era, no solo dándoles el ser de nada, más aún, dotándolas de innumerables gracias y virtudes, y hermoseándolas con el admirable orden y dependencia indeficiente que tienen unas de otras, y esto haciéndolo todo con su sabiduría, por quien las creó, que es el Verbo, su unigénito Hijo» (Cántico 5,1). Esta es la respuesta de las criaturas:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura;
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.
En cierto momento, confiesa que descubre a su Amado en todas las cosas, ya que todas están llenas de su presencia. Por eso, canta así:
Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.
Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, ISBN: 978-84-8353-865-4 (páginas 67-74).
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