Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

domingo, 7 de enero de 2024

Significado del bautismo de Cristo


Juan Bautista predicaba la conversión, invitando a la penitencia, y la gente se hacía bautizar «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Jesús se sometió a este rito, con escándalo del mismo Juan, que intentó impedírselo. Precisamente entonces se abrieron los cielos, se derramó el Espíritu Santo y Jesús fue declarado Hijo por la voz del Padre (Mt 3,16-17 y paralelos). 


Los santos Padres vieron en este acontecimiento la consagración mesiánica del Señor. Como los sacerdotes, los profetas y los reyes eran ungidos con óleo perfumado al comenzar su misión, Jesús fue ungido por el Espíritu, al comenzar la suya. 

El contexto explica qué tipo de mesías (es decir, de «ungido») es Jesús y cuál es su misión: es el siervo de Yavé que carga con los pecados del pueblo, tal como anunció Isaías.

Desde hacía tiempo, no había profetas en Israel. Los últimos escritos de la Biblia judía son reflexiones de los sabios. El Talmud afirma: «Después de la muerte de Zacarías, Ageo y Malaquías, los últimos profetas, el Espíritu Santo cesa en Israel». Y el libro de los Salmos dice: «No vemos signos, no existe ya un profeta ni hay entre nosotros quien comprenda hasta cuándo» (Sal 73 [74],9). 


Se esperaba la llegada de Elías, que anunciaría la manifestación del mesías. Se ansiaba el momento en que Dios volviera a hablar a su pueblo. Con la apertura de los cielos, el envío del Espíritu y la voz del Padre se inauguran unos tiempos nuevos, los definitivos, en los que Dios sale al encuentro del hombre y entra en contacto con él. Si el pecado había cerrado los cielos, ahora vuelven a abrirse. Dios habla otra vez y envía su Espíritu. 

Jesús, concebido por obra del Espíritu, estaba habitado por él desde el seno de María; pero empieza a obrar movido por la fuerza del Espíritu solo después de su consagración mesiánica en el bautismo (así como solo lo reparte desde su exaltación a la derecha de Dios).

El Padre reconoce a Jesús como su «Hijo». La palabra utilizada en el texto griego original es pais, que puede significar tanto «hijo joven» como «siervo». Como si dijera: «este es mi muchacho», utilizando a propósito una palabra ambigua. 


Encontramos aquí un eco de un texto mesiánico: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), así como de los cánticos del siervo: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (Is 42,1). 

De hecho, en el texto de Isaías se usa la misma palabra, pero en hebreo, ya que la palabra para indicar siervo o esclavo es la misma que para decir joven, muchacho. En aquella sociedad, un esclavo era siempre menor de edad; es decir, sin derechos.

En el momento en que Jesús inaugura su misión, se presenta con los rasgos del rey davídico, al mismo tiempo que con los del profeta–siervo, que salva el mundo con su sufrimiento. 


Isaías presentó a este siervo como un cordero llevado al matadero, que «enmudecía y no abría la boca» (Is 53,7). En este contexto, Juan bautista llamó a Jesús «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 10,36). 

La palabra hebrea talja significa, al mismo tiempo, «cordero», «mozo» y «siervo», por lo que los contenidos de estos textos se clarifican aún más. Jesús es el siervo-cordero, que perdona los pecados, cargándolos sobre sus espaldas, sacrificado para la salvación de los pecadores. 

Esto se afirma ya en el bautismo y se manifestó claramente en el momento de su muerte, que tuvo lugar a la misma hora en que los corderos eran sacrificados en el templo para la celebración de la cena pascual. 

San Juan afirma que, en la muerte de Jesús, se cumplieron todas las prescripciones sobre el cordero pascual (Jn 19,36). Y san Pablo dice que «Cristo nuestra Pascua (es decir, nuestro cordero pascual), ha sido inmolado» (1Cor 5,7). También san Pedro comenta que hemos sido comprados «con la sangre de Cristo, cordero sin defecto y sin mancha» (1Pe 1,19). Por último, no podemos olvidar que el Apocalipsis presenta a Jesús como «un cordero degollado, que estaba de pie» (Ap 5,6).

La voz del Padre identifica a Cristo con el siervo de Yavé. Jesús acepta esta misión y confiesa su disposición a obedecer al Padre en todo, cuando dice al Bautista: «conviene que se cumpla toda justicia» (Mt 3,15). 


Para la Biblia, la «justicia» es la respuesta del hombre a la Ley de Dios, que manifiesta su voluntad. Jesús se somete incondicionalmente a la voluntad de Dios, deseando cumplir todo lo que él ha dispuesto, para que se realice su proyecto de salvación sobre los hombres. 

Encontramos una confirmación de la actitud de Jesús cuando, en Getsemaní, ora a su Padre diciendo: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). 

El bautismo nos enseña que Jesús no se distancia de nuestra historia de pecado. Por el contrario, la asume hasta el fondo, se hace solidario con nosotros hasta las últimas consecuencias, que son el sufrimiento y la muerte. De ahí que tenga que recibir un bautismo final que le angustia, que es su muerte violenta (Lc 12,49-50) y que nuestro bautismo sea participación en su misterio pascual (Rom 6).

El catecismo ofrece una apretada síntesis de la teología del bautismo del Señor: «Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena, en el momento de su bautismo […] El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de siervo doliente […] Por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo. El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a “posarse” sobre él (Jn 1,32-33; cf. Is 11,2). De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, “se abrieron los cielos” (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación». (nn. 438 y 536).

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