Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 25 de enero de 2024

San Pablo apóstol, vida y enseñanzas


Hace algunos años publiqué en colaboración con la hermana Ana María Roig un librito para niños en el que contaba la vida de san Pedro y san Pablo y explicaba de manera resumida sus escritos y doctrina. Hoy les pongo seguidos todos los textos referidos a san Pablo, aunque sin las ilustraciones que los acompañaban.

Vida y enseñanzas de san Pablo contadas para niños y adultos con palabras sencillas, como si el mismo Pablo nos hablase.

Amigo de Jesús, ¡¡¡Identifícate!!!

Dicen que soy estrella, y con mucho brillo en la historia de la Iglesia; pero en otro tiempo yo quise apagar la gran estrella del mundo, que es Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y único salvador de los hombres.

En mis relaciones familiares, me llamaban Saulo (como el primer rey de Israel, que se llamaba Saúl), pero en mis relaciones con los de fuera, usaba el nombre de Pablo. Nací poco tiempo después que Jesús, en una ciudad que se llama Tarso de Cilicia, en la actual Turquía (Hch 21,39). Hace 2.000 años era una capital muy importante, con puerto, grandes templos, comercios y escuelas de filosofía. Allí me formé en el conocimiento del griego y del latín, además de aprender otras muchas cosas.

De mi padre aprendí un trabajo con el que ganarme la vida: fabricaba una tela muy resistente y muy apreciada, típica de mi pueblo, que se utilizaba para las tiendas de campaña (el “cilicio”).

Mis padres eran judíos piadosos (Flp 3,5) y me quisieron dar una buena educación, para que conociera las tradiciones de mi pueblo. A los 13 años me  enviaron a una escuela muy importante que había en Jerusalén, con un maestro sabio, muy famoso por entonces, que se llamaba Gamaliel (Hch 22,3). Allí aprendí el hebreo y el arameo, además de todo lo relacionado con la Biblia y con la historia de Israel.


Infancia y juventud

Me gustaba estudiar y aprendí mucho. Así llegué a ser un maestro de la Ley, un Rabino, como un abogado que puede enseñar y defender siempre las leyes y tradiciones de la religión judía.

Al terminar mis estudios, me establecí en Damasco, capital de Siria. Allí encontré un buen trabajo y vivía tranquilo, como cualquier joven de mi edad. Por entonces, llegó a la ciudad un grupo de judíos que seguía a Jesús de Nazaret. Decían que él era el Mesías, enviado por Dios para salvar a los hombres. También decían que nuestras autoridades habían hecho mal condenándole a morir en una cruz, que Jesús había resucitado del sepulcro y que sólo creyendo en él se puede alcanzar la vida eterna.

Estos discípulos de Jesús venían de Jerusalén, donde nuestras autoridades habían decretado que no se les permitiera hablar en público. Los que desobedecieran, debían ser encarcelados y castigados con severidad. Yo me dediqué a perseguirlos, denunciando a los que hablaban de Jesús, para que fueran juzgados y metidos en la cárcel. Incluso estuve presente cuando alguno de ellos fue condenado a muerte, como el diácono San Esteban, que fue apedreado a las puertas de Jerusalén por predicar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios (Hch 7,58).


Conversión

Pero Dios quería otra cosa de mí y me hizo comprender que estaba equivocado. En cierta ocasión que iba de viaje, precisamente con la misión de encarcelar a algunos cristianos, una gran luz me cegó. Fue como un relámpago. Yo me caí en medio del camino, sin entender lo que estaba pasando. De repente, escuché una voz que me decía: “Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9,1ss).

Cómo yo no podía ver nada, estaba muy asustado. Entonces, pregunté al que me hablaba: “¿Quién eres?” Él me respondió con una voz suave y dulce, como nunca había escuchado antes: “Soy Jesús, a quien tú persigues.”

Entonces le vi (1Cor 9,1). Era Jesús, lleno de gracia y de poder. ¡Estaba vivo de verdad! Nunca podré olvidar su mirada, ya que no me miraba enfadado, sino con un infinito amor, a pesar de que yo era su enemigo. Él quería ser mi amigo y me ofrecía su perdón. Algo cambió dentro de mi mente y de mi corazón. Sentí que, desde ese momento, nada volvería a ser igual. Comprendí que, al perseguir a los discípulos de Jesús, estaba persiguiendo a Jesús mismo. A pesar de todo, él me ofrecía su perdón y su amistad. ¿Cómo podía agradecerle yo tanta generosidad?

Desde entonces, "lo que para mí era ganancia, lo considero una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la grandeza del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien dejé todas las cosas, y las tengo por basura a su lado" (Flp 3,7-8).


Bautismo

Levantándome del suelo, todavía ciego y asustado, le pregunté: “Dime, Jesús, ¿qué quieres que haga?”

Él me dijo que siguiera mi viaje hasta Damasco. Allí me explicarían lo que tenía que hacer. Como yo seguía sin ver nada, me llevaron de la mano. Mis compañeros de camino estaban asombrados, porque oyeron el diálogo entre Jesús y yo, pero a él no le vieron.

Durante tres días permanecí esperando en oración, totalmente ciego. Al cabo de ese tiempo, se presentó en la casa donde yo estaba un discípulo de Jesús, que se llamaba Ananías. Jesús mismo le había dicho en un sueño que viniera para explicarme el evangelio. Él tenía miedo, porque sabía que yo había perseguido a los creyentes en Jesús y creía que yo lo iba a engañar. Cuando vio mi buena fe, me explicó todo lo referente a la vida y a los milagros de Jesús. Me bautizó y me impuso las manos. Yo volví a ver y daba gracias a Dios, muy contento (Hch 9,10ss).

Los otros discípulos de Jesús también me acogieron con mucho cariño y yo me sentí miembro de la Iglesia desde el primer momento. Cada día era una fiesta para mí, especialmente los domingos, en la celebración de la Eucaristía. Cuantas más cosas aprendía sobre Jesús, más le quería.


Primera actividad

Pasé de ser perseguidor de los seguidores de Jesús a ser uno de ellos. Durante algún tiempo viví en Arabia y en Damasco, dando testimonio a los demás de lo que Jesús había hecho conmigo: cómo había transformado mi corazón, ofreciéndome su perdón y su amistad (Gal 1,17). 

Estaba tan agradecido, que quería que todos me ayudaran a dar gracias a Jesús. Le quería tanto, que mi único deseo era que los demás también lo conocieran. En estos lugares sufrí la persecución de los judíos, que seguían sin aceptar que Jesús es el Mesías. Entonces comprendí mejor el sufrimiento que yo mismo había causado a los creyentes antes de mi conversión.

Más tarde regresé a Tarso, mi pueblo. Allí vino a buscarme otro de los primeros discípulos de Jesús, que se llamaba Bernabé. Me invitó a acompañarle a Antioquía, para anunciar el evangelio en su compañía. Allí nos empezaron a llamar “cristianos” a los discípulos de Jesús (Hch 11,25-26).

Con todo esto, habían pasado tres años desde mi conversión. Entonces viajé a Jerusalén para conocer a Pedro, el apóstol al que Jesús había colocado como responsable de mantener a la Iglesia unida (Gal 1,18). ¡Me habían hablado tanto de él! Pronto nos hicimos grandes amigos, ya que los dos amábamos a Jesús más que nada en el mundo y los dos ardíamos en deseos de que todos lo conocieran y lo amaran.


Viajes misioneros

Empecé a viajar en compañía de Bernabé y de Marcos (Hch 13,2ss). Más tarde se nos unieron Lucas, Timoteo, Tito, Silvano y otros hermanos. Yo quería que todos conocieran a Jesús para que gozaran de su perdón y de su amistad, como me había sucedido a mí.

Siempre que llegábamos a una ciudad nueva, hacíamos lo mismo: nos dirigíamos a la sinagoga y predicábamos con mucho entusiasmo a los judíos, explicándoles todo lo que en el Antiguo Testamento habla del Mesías, para que comprendieran que Dios ha enviado a su Hijo al mundo, para salvar a todos los hombres, perdonando sus pecados y cumpliendo lo que antiguamente anunciaron los profetas (Hch 13,14ss).

Como muchos judíos no nos querían escuchar, anunciábamos el Evangelio por las calles y por las plazas, a todo el que nos quisiera oír, sin importarnos dónde había nacido, ni su raza, ni su idioma, ni el color de su piel (Hch 13,46ss), ya que estamos convencidos de que Jesús ha venido para salvar a todos, hombres y mujeres, judíos y extranjeros, ricos y pobres (Rom 1,16; Gal 3,28; Col 3,11).

A los que acogían nuestra predicación, los instruíamos en las cosas del Reino de Dios y, una vez preparados, los bautizábamos y rezábamos para que Dios los llene de su Espíritu Santo.


Concilio de Jerusalén

Pronto surgió un grave problema, que amenazaba con romper la unidad de los cristianos. Los primeros creyentes en Jesús eran todos judíos, como yo. Todos estábamos convencidos de que Jesús quiere salvar a todos los hombres, pero algunos pensaban que, para hacerse cristiano, primero había que entrar a formar parte del pueblo de Israel, participando en sus ritos, sometiéndose a sus costumbres y cumpliendo las leyes de Moisés.

Otros, por el contrario, pensábamos que basta con tener fe en Jesús, viviendo conforme a sus enseñanzas, para encontrar la salvación.

Para solucionar este problema se celebró en el año 49 el “concilio de Jerusalén”, una reunión de todos los apóstoles, presidida por San Pedro. El Apóstol Pedro se puso de nuestra parte y defendió que los que no eran judíos no tenían por qué observar las leyes y costumbres de los judíos.

El concilio, a propuesta de Santiago, obispo de Jerusalén, acordó respetar a los creyentes que se convertían al cristianismo, independientemente de cuál fuera su raza o su lugar de nacimiento. Sólo se les pidió guardarse de la fornicación y no comer carnes sacrificadas a los ídolos (Hch 15,1-33). Así quedó claro que Dios no hace distinción de personas y que Jesucristo ha traído la salvación para todos.


Actividad misionera

Por amor a Cristo y a su Evangelio, he viajado por todo el mundo conocido: en mula, a pie, en barco y usando todos los medios a mi alcance. Desde que le conocí, ya no he vuelto a tener un momento de descanso. He recorrido las principales ciudades del Imperio Romano, anunciando a todos que la salvación nos llega por la fe en Jesucristo: Galacia, Filipos, Tesalónica, Atenas, Corinto, Éfeso, Roma, Tarragona... 

Además de predicar el Evangelio, en cada lugar a donde llegaba, trabajaba en lo que mejor sabía (fabricando telas de lona) para ganarme el pan (Hch 18,2; 1Tes 2,9).

Mis viajes no siempre han sido fáciles: he pasado calores insoportables al atravesar desiertos y fríos extremos en los duros inviernos de las montañas. Muchas veces he sufrido el hambre y la sed, durmiendo sobre el suelo en cualquier sitio. A veces he tenido miedo a los lobos y a los bandoleros. Incluso en tres ocasiones he sufrido naufragios en alta mar.

Lo peor han sido las persecuciones a que me han sometido los enemigos del cristianismo: he estado varias veces en la cárcel y he sido maltratado en muchas ocasiones. Cinco veces me han azotado con látigos y tres veces con varas. Incluso una vez me apedrearon y me dejaron abandonado, creyendo que estaba muerto (2Cor 11,24ss).


Fundador de comunidades cristianas

En cada ciudad que he visitado, anunciaba la Palabra de Dios a todo el que me quería escuchar. Como la madre que alimenta a su hijo pequeño con papilla, yo explicaba una y otra vez el Evangelio con palabras sencillas, para que todos me pudieran entender (1Tes 2,7). Hablaba de Jesús, de su amor por nosotros, de su muerte y resurrección, de sus enseñanzas…

Muchos se burlaban de mí y me maltrataban, pero yo nunca me daba por vencido (Hch 16,22ss). Otros me escuchaban con atención y se interesaban por lo que yo les decía. A éstos les dedicaba todos mis esfuerzos y les exponía con paciencia todos los contenidos de nuestra fe cristiana. Después de algunos meses (a veces, incluso años), cuando ya estaban bien preparados, los bautizaba e imponía las manos sobre ellos, invocando el don del Espíritu Santo (Hch 19,5-6). Con ellos formaba una comunidad de cristianos.

Cuando la Iglesia ya estaba consolidada en una ciudad, me disponía para volver a empezar todo el trabajo en un sitio nuevo. Las despedidas siempre eran muy dolorosas, porque yo cogía mucho cariño a toda esa gente y ellos también se encariñaban conmigo (Hch 20,37-38).

Antes de partir, dejaba la Iglesia bien organizada, nombrando un obispo responsable, así como presbíteros y diáconos que lo ayudaran en la tarea de enseñar y santificar al pueblo (Tito 1,5ss).


Cartas de san Pablo

Cada comunidad de cristianos que fundaba, era una nueva preocupación para mí. Yo los quería de verdad y me sentía responsable de cada uno de ellos (2Cor 11,28-29). Por eso, cuando podía, volvía a visitarlos, para seguir anunciando el Evangelio de Jesucristo. Otras veces enviaba a mis colaboradores, para que ellos continuaran con la misión que yo había empezado.

En algunas ocasiones, ellos me escribían cartas, preguntándome por algo que no les había quedado claro, o pidiéndome que les ayudara a solucionar algún problema concreto que había surgido en la comunidad. Yo les respondía siempre, escribiendo para ellos largas cartas, en las que procuraba responder a sus preguntas, añadiendo siempre nuevas enseñanzas sobre Jesús, sobre la Iglesia y sobre la vida que debemos llevar los cristianos.

En la Biblia se conservan 13 cartas mías: la carta a los romanos, a los gálatas, a los efesios, a los filipenses, a los colosenses, a Tito y a Filemón, más 2 cartas a los corintios, 2 a los tesalonicenses y otras 2 a Timoteo.

Pronto me di cuenta de que estas cartas servían para ayudar a los cristianos a crecer en su fe y me esforcé por redactarlas con mucha claridad, pensando bien lo que escribía y pidiendo a todas las comunidades que leyeran también las cartas destinadas a los otros cristianos.


Enseñanzas sobre la oración

En mis cartas me gusta hablar de la oración. Desde que conocí a Cristo, he procurado mantener siempre una relación de amistad con él y con su Padre del cielo, sin permitir que mis muchas ocupaciones me aparten de lo principal, que es ser siempre amigo de Jesús. Por eso, lo primero que enseño a mis discípulos es que un verdadero cristiano tiene que orar siempre y en todo lugar, dando gracias a Dios por todo (1Tes 5,17; Rom 12,12): “Perseverad en la oración, con un espíritu agradecido” (Col 4,2), “renunciando incluso al sueño para orar con insistencia a Dios” (Ef 6,18).

Yo mismo oro siempre por todos mis amigos, por los que comparten conmigo la fe y la esperanza: “No ceso de orar por vosotros” (Col 1,9), “Dios es testigo de que siempre os recuerdo en mi oración” (Rom 1,9). Por eso invito a todos a que ellos hagan lo mismo: “Recitad salmos, himnos y cánticos inspirados. Cantad para el Señor con todo el corazón, dando gracias por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,19-20).

No hay que rezar sólo por los amigos, también “hay que orar por todos los hombres y por las autoridades, para que podamos gozar de una vida tranquila, con piedad y dignidad” (1Tim 2,1-2). La máxima expresión de la oración cristiana consiste en cumplir lo que Jesús nos enseñó, orando incluso por nuestros enemigos (Mt 5,44).


Enseñanzas sobre la Iglesia

Para que todos comprendan que cada uno de nosotros es importante en la Iglesia y que cada cristiano tiene que poner sus propias capacidades al servicio de la comunidad, me gusta comparar la Iglesia con un cuerpo: en el cuerpo hay ojos, orejas, estómago, manos, pies… Cada miembro cumple su función y todos son necesarios. Ninguno puede considerarse más importante que los demás, porque todos se necesitan unos a otros (ver 1Cor 12,4-31).

Lo mismo sucede en la sociedad: unos son agricultores, otros construyen carreteras, otros son maestros de los niños o de los jóvenes y otros médicos. Cada uno realiza una función y todos son importantes. No se debe despreciar a nadie, porque todos cumplen una misión en beneficio de los demás y todos nos necesitamos unos a otros.

En la Iglesia pasa algo parecido. Todos los creyentes formamos el cuerpo de Cristo. Él es la cabeza y nosotros somos sus miembros, cada uno con una misión: unos anuncian el Evangelio lejos de su patria (los misioneros), otros preparan a los niños para la Primera Comunión (los catequistas), otros cuidan de los pobres y de los ancianos (las religiosas), otros celebran los sacramentos (los sacerdotes), otros coordinan todas las actividades en el nombre de Jesús (los obispos).

Lo verdaderamente importante es que cada uno cumpla su misión con amor, sirviendo a Jesús en los hermanos.


Enseñanzas sobre la meta de nuestro caminar

Pienso que la vida de cada uno de nosotros es como una carrera o como un viaje. No vamos por el mundo dando vueltas, sin saber adónde nos dirigimos. Por el contrario, tenemos muy clara cuál es la meta de nuestro caminar: el encuentro definitivo con Cristo, ya que “Dios nos ha destinado a alcanzar la salvación definitiva por medio de Jesucristo” (1Tes 5,9). Por eso, caminamos con alegría y superamos todas las dificultades que se presentan, como el deportista que se entrena y se esfuerza cada día, para poder llegar a la meta de su carrera.

“Ya sabéis que en el estadio todos los atletas corren, aunque uno sólo se lleva el premio. Vosotros corred de tal manera que podáis alcanzar el premio que os espera. Los atletas se esfuerzan mucho para alcanzar un premio que se marchita, mientras que nosotros esperamos un premio que no se marchita” (1Cor 9,24). Lo mejor es que, al final de nuestra vida, Dios no reserva el premio para uno sólo, sino que quiere dar el premio a todos los que estén preparados para recibirlo. “Yo, por mi parte, no paro de correr hacia la meta, hacia el premio que Dios me ha preparado por medio de su Hijo, Jesús” (Fil 3,14).

No quiero que las dificultades nos quiten nunca la esperanza; porque “como ya hemos recibido el Espíritu Santo, que resucitó a Jesús de entre los muertos, él mismo nos dará a nosotros un cuerpo glorioso como el suyo” (Rom 8,11). Con los ojos puestos en Cristo, superamos todas las adversidades, ya que “los padecimientos de la vida presente no pueden compararse con la gloria que nos aguarda” (Rom 8,18).


Enseñanzas sobre el amor cristiano

Me gusta repetir que, si queremos ser felices, tenemos que parecernos a Cristo: pensar como él, amar como él, vivir como él, revestirnos de sus sentimientos, tener un corazón como el suyo. Por eso, para explicar lo que es el amor, pensé que lo más sencillo era explicar cómo es Jesús. Si nos parecemos a él, nuestro amor será verdadero. Quizás ésta sea la página más famosa de todas las que he escrito:

“Aunque pudiera hablar todos los idiomas del mundo, si no tengo amor, soy como una campana que suena. Aunque conociera todos los misterios y todas las ciencias, si no tengo caridad, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes entre los pobres, si no tengo caridad, nada me aprovecha.

El amor es paciente y servicial; el amor no tiene envidia  ni es presumido; no es grosero ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. El amor no acaba nunca. 

Desaparecerán las profecías, cesará el don de hablar idiomas, se acabará la ciencia, pero el amor no pasará jamás. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. La más importante de las tres es la caridad”. (1Cor 13,1-13).


Martirio y sepultura en Roma

Durante varios años, hice una colecta en todas las Iglesias, para conseguir dinero con el que ayudar a los hermanos de Jerusalén, que estaban pasando hambre y necesidad. Yo estoy seguro de que “Dios ama a quien da con alegría” (2Cor 9,7). Jesús mismo nos enseñó que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35).

Cuando ya tenía recogida una buena cantidad de dinero, me dirigí a Jerusalén. Los pobres me recibieron con mucha alegría, porque les llevaba una ayuda preciosa. Algunos judíos, por el contrario, intentaron acabar conmigo, acusándome de ir contra las tradiciones de sus mayores. El tribuno romano (jefe de la policía) me metió en la cárcel y quería juzgarme, para ver si las acusaciones eran ciertas. Cuando se enteró de que algunos de mi raza habían hecho un pacto para matarme, me envió a Cesarea marítima, a casa del gobernador. Éste, finalmente, me envió encadenado a Roma (Hch 21-28).

En Roma me declararon inocente y durante algún tiempo pude continuar con mis viajes, predicando el Evangelio y escribiendo cartas a las comunidades cristianas. Finalmente, el año 67, durante la terrible persecución del emperador Nerón contra los cristianos, me cortaron la cabeza en las afueras de Roma, junto a la “vía ostiense”. Hoy se puede visitar mi sepulcro dentro de una hermosa basílica.

Fariseo y perseguidor de los cristianos, convertido en Apóstol de Jesús y cantor de su misericordia. Ese soy yo, Pablo de Tarso.

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