Sorprende la libertad de Jesús al llamarlos. Los discípulos provienen de grupos muy distintos, a veces opuestos: fariseos, publicanos, zelotas, personas acomodadas, pobres, mujeres.
Jesús convoca a su alrededor a un grupo de discípulos (casados y solteros, hombres y mujeres), para los que se usan los mismos verbos: «seguir» y «servir» (cf. Mt 27,55).
Los rabinos podían exigir a sus discípulos una compensación económica o algunos servicios a cambio de sus enseñanzas. En el caso de Jesús no es así.
Él exige mucho más, una adhesión total a su persona y a su causa: «Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26).
También les pide que continúen su obra y les anuncia que compartirán su destino de perseguido y también su gloria.
Muchos se acercaron a él por propia iniciativa o movidos por el testimonio de otros. Pero, en cierto momento, Jesús llamó a algunos de sus discípulos para que vivieran en una relación más estrecha con él.
Había quienes debían servirlo conservando su lugar en la sociedad (Lázaro, Marta y María, por ejemplo).
Otros, en cambio, debían abandonar su casa, familia y actividades para seguirlo más de cerca (Pedro y María Magdalena).
Con unos y otros, forma una nueva familia, «su» familia, más fuerte que la de la carne y de la sangre.
Todos nosotros hemos sido llamados para estar con Jesús y para servirle, cada uno desde su propio estado de vida y su vocación personal.
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