El obelisco que hoy se alza en el centro de la plaza del Popolo en Roma es conocido como «obelisco Flaminio». Fue erigido en este lugar en 1589 por el arquitecto Domenico Fontana, a instancias del papa Sixto V, gran promotor de la reordenación urbana de Roma y responsable de la recolocación de varios obeliscos egipcios en puntos estratégicos de la ciudad.
Toma su nombre de la vía Flaminia, la gran calzada que desde la antigüedad atraviesa esta plaza en dirección norte, siendo la puerta de entrada a la capital para los que llegaban por tierra desde Europa.
El monumento es mucho más antiguo: según atestiguan los jeroglíficos que lo cubren, fue mandado erigir en Egipto, hacia el siglo XIII a. C., por los faraones Seti I y Ramsés II —este último fue el faraón del Éxodo, en tiempos de Moisés—, como ornamento del gran templo de Heliópolis, la ciudad del sol.
De Heliópolis a Roma: un viaje extraordinario.
En el año 10 a. C., el emperador Octavio Augusto, tras la conquista de Egipto, ordenó el traslado del obelisco a Roma. Fue colocado en el Circo Máximo, el mayor de los circos de la ciudad, en el centro de la espina que separaba las dos pistas. Su llegada causó gran sensación, no solo por la majestuosidad de la pieza, sino también por la hazaña técnica que supuso transportar semejante mole de granito rojo a través del Mediterráneo.
De hecho, la nave especialmente construida para llevarlo desde Alejandría hasta la desembocadura del Tíber fue tan impresionante que se convirtió en una atracción en sí misma, permaneciendo expuesta durante muchos años en el puerto de Ostia, hasta que finalmente un incendio la destruyó.
El obelisco mide 24 metros de altura (unos 36,50 metros contando el pedestal y la cruz que lo corona) y fue el primer obelisco egipcio que llegó a Roma, iniciando así una moda que pronto llenaría la ciudad de estos símbolos solares y de poder imperial.
Las inscripciones de Augusto y de Sixto V
A los pies del obelisco aún pueden leerse las inscripciones originales que el emperador Augusto mandó grabar cuando lo erigió en el Circo Máximo. En dos de sus lados se proclama el motivo de su dedicación:
“Augusto ofrece este don al Sol… en agradecimiento por haber sometido Egipto al pueblo romano”.
Así, el monumento se convirtió en símbolo de la victoria de Roma sobre Egipto y de la nueva supremacía universal del imperio augusteo.
Como los otros obeliscos de la ciudad, fue derribado por los bárbaros en las invasiones del siglo V y quedó abandonado, sumergido entre escombros de antiguos edificios, hasta que fue descubierto en unas excavaciones durante el siglo XVI.
Sixto V ordenó trasladarlo a la plaza del Popolo y volver a levantarlo allí, dándole un nuevo sentido cristiano. Se respetaron las inscripciones antiguas y, en los otros dos lados de la base, se colocaron inscripciones que lo consagran a la Virgen María, invocada como la “Madre del Sol que nace de lo alto” (cf. Lc 1,78), es decir, Cristo. De este modo, un monumento pagano erigido en honor del sol fue reinterpretado en clave cristiana como signo de Cristo-luz y de su encarnación.
Significado espiritual para el peregrino
La plaza del Popolo era, durante siglos, la primera visión que tenían los peregrinos al llegar a Roma desde el norte. Allí, al traspasar la Porta Flaminia (hoy Porta del Popolo), se encontraban de golpe con este obelisco, que les hablaba tanto de la grandeza del Imperio romano como de la victoria de la fe cristiana sobre los cultos solares antiguos.
Coronado ahora con la cruz de Cristo, el obelisco se convierte en un símbolo de la transformación de la historia: lo que antes era signo de dominio político y de idolatría solar, se eleva ahora como testimonio de la verdadera luz que viene al mundo. Para el peregrino cristiano, al entrar en Roma, este obelisco es una profesión en piedra de la fe en Cristo-luz, con la protección maternal de María.
Gracias, P. Eduardo, por la explicación histórica del obelisco Flaminio.
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