Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 23 de octubre de 2013

La estética carmelitana


Las carmelitas descalzas de Cuenca han cumplido 425 años desde su fundación, como recordábamos aquí. Con tal motivo realizaron en su antiguo convento una preciosa exposición titulada: "Carmelo de San José: Una mirada al interior". Me pidieron que preparara la introducción del catálogo, a la que pertenece la siguiente reflexión sobre la «estética» teresiana. Los próximos días subiremos fotografías sobre los varios ambientes conventuales y los comentaremos. Hoy basta con la foto de arriba (campana, pila de agua bendita y título) y otra del pasillo, que manifiesta muy bien la esencialidad teresiana.


En S. José de Ávila surgió una «estética» teresiana, una manera de mirar el mundo y de representarlo. Santa Teresa proviene de la Encarnación, monasterio construido en las afueras de la ciudad con numerosas dependencias en torno a un claustro monumental, con una Iglesia capaz de albergar a muchos feligreses y con varios edificios alrededor del núcleo central para acoger a los capellanes, la servidumbre, los pajares, los animales de labranza... 

Los monasterios tradicionales, con sus sólidos edificios, servían para recordar al mundo los valores que permanecen para siempre. Si, además, se encontraban alejados de las ciudades, invitaban a abandonar los bienes de este mundo para buscar los del cielo.

S. José será distinto: surgirá como una casa más en medio de un barrio bullicioso. La capilla será una habitación pequeña y recogida, como un nuevo «portalico de Belén», dirá ella. Por supuesto que no necesitan torre, sino que les basta con una campanilla colgada del muro, para llamar a la oración. 

La casa de Teresa recuerda a la sociedad de su tiempo que Dios «ha puesto su morada entre nosotros» y que permanece siempre a nuestro lado «ayudándonos en lo interior y exterior». 

Ella, que quería que sus monjas encontraran a Dios no solo en el templo, sino también «entre los pucheros» y en las demás actividades cotidianas, quiere que la población sienta a sus monjas vecinas, cercanas. Por eso, la misma arquitectura conventual no se diferenciaba mucho de la de las casas de alrededor.

La cocina, las celdas y las demás dependencias conventuales serán austeras y funcionales: paredes encaladas, pisos de baldosas de barro, vigas de madera sin decorar, una cruz desnuda en la pared, un poyo junto a la ventana para escribir, un candil, los útiles de trabajo (rueca, agujas de bordar, etc.) y un cántaro de agua para asearse. En los lugares comunes se colocarán algunos cuadros e imágenes en los que se busca que despierten la devoción por encima del valor artístico o económico.

Para producir verduras y frutas y para procurar esparcimiento a las hermanas, se cuidará la huerta, en la que también se plantarán algunas flores junto al arroyo y se construirán unas pequeñas ermitas para el retiro personal. Todo sencillo y humilde, dirigido a la búsqueda de la belleza interior, la única que perdura en el tiempo.

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