Jesús usa el lenguaje de las comparaciones. De hecho, Él no es un filósofo griego, sino un predicador judío, por lo que no usa el lenguaje abstracto de la filosofía, sino el poético de la Biblia. Las Escrituras están llenas de imágenes y comparaciones. Los libros proféticos y los salmos están escritos en verso. Los libros sapienciales son colecciones de dichos ingeniosos para hacer pensar al auditorio. Natán hizo comprender a David su pecado hablándole de un rico que tenía muchos corderos y, sin embargo, hizo sacrificar al único corderito de un pobre para celebrar un banquete (2Sam 12,1-7). Isaías cantó el amor de Dios hablando de un labrador que planta y cuida una viña, esperando sus frutos, aunque solo recibe agraces (Is 5,1-7). También Ezequiel comparó a Israel con una viña plantada por un águila fuerte y hermosa (Ez 17,1-10). Jeremías presentó a Dios como un alfarero que modela sus vasijas con libertad (Jer 18,1-10). Estos dichos no son solo pasatiempos, sino enseñanzas serias, que comprometen la vida y exigen decisiones. Por eso, los mismos profetas los explican y sacan las consecuencias prácticas.
El Señor usa esos símbolos, conocidos por sus contemporáneos, ya que eran comunes en el Antiguo Testamento. Sus palabras son sencillas, porque las parábolas son un intento de acercar su mensaje a los más humildes. De hecho hablan de las realidades cotidianas: la siembra, la pesca, el pastoreo, la preparación del pan, los remiendos en la ropa… La mayoría de ellas comienza diciendo: «El reino de los cielos se parece a…» Como antes hicieron los profetas, también las explica, para ayudar a descubrir sus enseñanzas y para animar a tomar decisiones. Sin sus explicaciones, que solo acogen los que tienen fe, resultan incomprensibles, meros pasatiempos, tal como Él mismo dice, citando a Isaías (cf. Mt 13,10-17; Mc 4,10-12; Lc 8,9-10).
En las parábolas enseña cómo es Dios. Ante todo, es bueno y cuida de los seres que ha creado: de las aves, de los lirios y de los hombres (Mt 6,25-30; Lc 12,22-28). Ama a todos, a los buenos y a los malos, a los justos y a los injustos (Mt 5,45; Lc 6,35). Se interesa por nuestras cosas, conoce hasta el número de nuestros cabellos (Mt 10,30; Lc 12,7). Tiene paciencia y misericordia con los pecadores, como un padre que espera a su hijo, una mujer que busca una moneda perdida o un pastor que busca una oveja extraviada (Lc 15). Siembra generosamente la palabra, también sobre los caminos y las zarzas, para dar a todos una oportunidad de salvación (Mc 4,3-20; Mt 13,1-23; Lc 8,4-15).
Pero también es exigente: ahora es el tiempo de la paciencia pero, en el momento definitivo, el trigo será separado de la cizaña (Mt 13,24-30.36-43) y los peces buenos de los malos (Mt 13,47-50). Los invitados que rechazaron acudir a la cena no serán admitidos e incluso serán castigados (Mt 22,1-10; Lc 14,15-24). El que acuda sin traje de fiesta también será rechazado (Mt 22,11-14). Los que no se esfuercen por entrar por la puerta estrecha se quedarán fuera (Mt 7,13-14.21-23; Lc 13,24-28). Cuando llegue el dueño de casa en medio de la noche, castigará con rigor al siervo malvado (Mt 24,51; Lc 12,46). Pedirá cuentas de cómo hemos usado los talentos recibidos y castigará a los holgazanes (Mt 25,14-30; Lc 19,11-27). Por eso, al que no tiene (es decir, al que no ha cultivado los talentos recibidos a favor de los otros) se le quitará incluso lo que cree tener (Mc 4,25; Lc 8,18). Especialmente juzgará con severidad si hemos ayudado a los más débiles y necesitados o si los hemos ignorado (Mt 25, 31-46; Lc 16,19-31). Por eso el anuncio de la llegada del reino va siempre acompañado por una llamada a la conversión: «Convertíos, porque el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15).
Las parábolas anuncian que el reino de Dios llega para todos y que es gratuito, precisamente porque es tan valioso que los hombres no pueden adquirirlo por sí mismos. Solo lo pueden tener si lo reciben de Dios mismo, conscientes de que su valor sobrepasa todo lo que nosotros podemos aportar o merecer. Es un tesoro o una perla de gran valor (Mt 13,44-46). Pero, cuando lo descubrimos, tenemos que poner lo que está de nuestra parte por adquirirlo y conservarlo. Las parábolas enseñan cómo tenemos que comportarnos: como las vírgenes prudentes que esperan en vela (Mt 25,1-13), como el samaritano que cuida del prójimo (Lc 10,25-37), como el publicano que se reconoce necesitado de misericordia (Lc 18,9-14), dispuestos a perdonar para poder recibir el perdón de Dios (Mt 18,21-35)… Hoy somos muy sensibles a las parábolas de la misericordia, pero tendemos a olvidar aquéllas que nos hablan de exigencias y del juicio. De esa manera, se falsifica el mensaje de Jesús, no presentándolo entero.
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