En este vídeo, primero presento brevemente la relación de san Juan de la Cruz con el Adviento y después me detengo a comentar sus Romances. La grabación comienza cuando ya estaba empezada la conferencia y las imágenes no se grabaron bien, ya que a mí se me ve solo en una esquinita y en el resto de la pantalla se ve a algunos de los participantes en el encuentro virtual, pero se oye bien, que es lo importante.
Recordemos que san Juan de la Cruz vivió un primer Adviento en Duruelo, al fundarse el primer convento de carmelitas descalzos, siguiendo los ideales de vida austera y penitente, tan comunes en todas las reformas de su época, que solo se moderaron en los años posteriores, cuando asumió definitivamente la propuesta de santa Teresa de Jesús, que prefería las virtudes a las penitencias.
Un segundo Adviento de san Juan de la Cruz es el que él pasó en la cárcel de Toledo, en la que transformó el sufrimiento y la oscuridad en poesía luminosa, cantando en los “Romances sobre el evangelio in principio erat Verbum” el misterio del eterno amor de Dios, que, desde antes de la creación del mundo, nos ha destinado a ser la “esposa” de Jesucristo.
El tercer Adviento, san Juan de la Cruz lo vivió en Úbeda, durante los últimos días de su existencia terrena, en medio de la incomprensión y persecución de los que querían fundamentar su vida sobre la austeridad y las penitencias, porque no habían asumido la propuesta teresiana. San Juan de la Cruz gozaba de una gran autoridad moral, por haber sido el primer fraile descalzo, por haber padecido la experiencia de la cárcel y por los años pasados como fundador y superior de distintas comunidades, por lo que resultaba incómodo a los que querían implantar una tendencia más rigorista en el carmelo teresiano. Pero él conservó la paz en medio de las persecuciones y calumnias, sembrando amor donde no había amor, para poder cosechar amor.
Después de esta introducción hablo de los Romances, que inician contemplando la «felicidad infinita» que «desde el principio» posee el Verbo en el seno del Padre (1-20). Parte de Jn 1,1s: en el principio, antes de la creación, señalando que el Verbo posee su felicidad «en» Dios Padre, no en sí mismo. El Padre tampoco encuentra su felicidad en sí mismo, sino en el Verbo: «Nada me contenta, Hijo, / fuera de tu compañía» (57-58). También posee en el Hijo su sustancia y su gloria, hasta el punto de que –siguiendo a san Agustín– explica la relación paternidad - filiación en términos esponsales, de Amante – Amado: «Como Amante en el Amado / uno en otro residía…» (15-16). Subraya, de esta manera, la igualdad del amor, de la felicidad, de la entrega. El Padre no se impone al Hijo, aunque sea su principio, sino que le da todo, se da a sí mismo, y el Hijo no se queda lo que recibe del Padre, sino que se lo devuelve.
No es este un amor cerrado, egoísta; al contrario, se desborda. Hasta el punto de que el vinculum amoris entre el Padre y el Hijo es también una Persona, que comparte en todo su único ser. Es el Amor que une el Amante con el Amado y es el gozo de la unidad perfecta: «Aquese amor que los une / en lo mismo convenía / con el uno y con el otro / en igualdad y valía. / Tres personas y un Amado / entre todos tres había, / y un amor en todas ellas / y un Amante las hacía» (23-30).
La vida trinitaria es descrita como misterio eterno de felicidad, de plenitud, de amor interpersonal; misterio de donación y de acogida del don, situado antes del tiempo. Las divinas Personas están dispuestas desde siempre a compartir su amor, incluso a donarlo ad extra. Juan de la Cruz coloca el siguiente diálogo entre el Padre y el Hijo en la eternidad: «Al que a ti te amare, Hijo / a mí mismo le daría /... en razón de haber amado / a quien yo tanto quería» (71-77). En este contexto, en esta comunicación de amor, sitúa nuestro santo el proyecto de la creación (77-98).
La razón de tal decisión es el gran amor que el Padre siente por el Hijo, lo que le lleva a crear otros seres que también le amen y gocen de su compañía. La creación es un regalo del Padre enamorado al Hijo de sus amores. El amor de Dios es fecundo, abierto. Porque el Padre ama verdaderamente al Hijo, quiere que otros le amen. Como no existen otros seres fuera de él y del Espíritu del Amor que les une, se decide a crearlos. Ellos serán la «esposa» del Hijo.
El Padre no es absorbente, por eso quiere dar una esposa a su Hijo, que le ame como él le ama. El hecho de que el amor entre el Padre y el Hijo se prolongue en el Espíritu, permite una apertura posterior: «Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte quería, / que por tu valor merezca / tener nuestra compañía / y comer pan a una mesa / del mismo que yo comía / porque conozca los bienes / que en tal Hijo yo tenía, / y se congracie conmigo / de tu gracia y lozanía» (77-86). Conserva aquí el símbolo nupcial y la terminología que había usado antes para explicar las relaciones de amor intratrinitarias (21-31), indicando que la relación del Hijo con su esposa será la que en el seno de la Trinidad tienen las tres Personas entre sí.
El deseo del Padre es crear seres que conozcan y amen al Hijo, como él mismo le conoce y le ama. La respuesta del Hijo es de acogida en obediencia filial. Acepta la voluntad del Padre y la hace suya transformándola: amará a las criaturas que el Padre quiere crear y las conducirá hacia él. Su deseo es darles a conocer el valor y la bondad del Padre, para que le conozcan y le amen, como él mismo hace: «A la esposa que me dieres / yo mi claridad daría, / para que por ella vea / cuánto mi Padre valía, / y cómo el ser que poseo / de su ser le recibía. / Reclinarla he yo en mi brazo, / y en tu amor se abrasaría / y con eterno deleite / tu bondad sublimaría» (89-98).
El Padre se compromete a tener por esta esposa, criatura suya, el mismo amor que siente por el Hijo; es decir, el Espíritu Santo: «El Amor que yo en ti tengo / ese mismo en él pondría» (73-74). Juan de la Cruz, comentándolo en otros lugares, enseña que no puede ser de otra manera, porque en nosotros hay grados de amor y nuestro amor puede fallar, pero el Padre ama sin grados ni división: «lo hace como Dios» (C 33,8), «comunicándoles el mismo amor que al Hijo» (C 39,5), porque él «así como no ama cosa fuera de sí, así ninguna cosa ama más bajamente que a sí [...] y así, ama al alma en sí consigo con el mismo amor que él se ama» (C 32,6).
Quién sea la esposa, lo dice más adelante (111-118): los ángeles y los hombres; todos destinados a poseer al único Esposo, cada uno según el proyecto de Dios sobre él: «los unos contemplándole en el cielo y gozándole, como son los ángeles; los otros, amándole y deseándole en la tierra, como son los hombres» (C 7,6). A pesar de la diferencia de naturaleza, se encuentran unidos en una común vocación: participar del amor que gozan las Personas divinas al interior de la vida trinitaria, «porque todos son un cuerpo / de la esposa que decía; / que el amor de un mismo Esposo / una esposa les hacía» (121-124). Toma el concepto de la carta a los Efesios, que también llama a Cristo «cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra» (Ef 1,10).
San Juan de la Cruz interpreta la creación del cielo y de la tierra como la construcción del «palacio para la esposa» (R 103), los «aposentos» (105), el marco donde se puedan desarrollar las relaciones entre el Amado Cristo y su amada: los ángeles y los hombres (C 7,6), la humanidad (C 23,3), la Iglesia (C 30,7), cada alma (C 3,2). Reinterpretación poética de los dos primeros capítulos del Génesis, que también ven la creación como jardín destinado al hombre, culmen de la misma. De aquí que las criaturas racionales sean «más nobles que las otras» (C 7,1) debido al motivo por el que han sido creadas (son un regalo de amor del Padre al Hijo) y al fin para el que están destinadas (la unidad de amor con él). En ellas encuentra su predilección el Padre porque se parecen a Cristo (R 61-64) y porque Cristo es su cabeza (R 121-122). Esto explica que se entregue totalmente a ellas, dándoles el mismo amor que tiene al Hijo (R 73-76).
El pensamiento de San Juan de la Cruz no se puede comprender si no se tiene este principio en cuenta: todo lo creado por Dios y también las obras de los hombres, las «criaturas», están al servicio del encuentro amoroso entre el Esposo Cristo y su esposa.
Esta alianza de amor entre el Hijo de Dios y los seres humanos comienza a realizarse con la encarnación, tal como explica en los mismos romances: «Ya que era llegado el tiempo / en que de nacer había, / así como desposado / de su tálamo salía…» (R 287-288). La «salvación», «redención» o «justificación» no es únicamente (ni principalmente) el perdón de los pecados, sino el cumplimiento del eterno proyecto de Dios, de «divinizar» a sus criaturas haciéndolas miembros de su familia y partícipes de su misma vida: «porque en todo semejante / él a ellos se haría / y se vendría con ellos, / y con ellos moraría; / y que Dios sería hombre, / y que el hombre Dios sería» (R 135-140).
San Juan de la Cruz considera que la encarnación - redención no es una obra independiente de la creación, sino el cumplimiento de su destino. Desde el principio fuimos creados para unirnos con Cristo en transformación de amor: «Al fin, para este fin de amor fuimos creados» (C 29,3). Fin que no habríamos podido conseguir sin su obra, «si él por su gran misericordia no nos mirara y amara primero, como dice san Juan (1Jn 4,10), y se abajara» (C 31,8).
El Romance 8, sobre la encarnación, lo explico brevemente aquí y lo recojo cantado por un grupo argentino:
https://padreeduardosanzdemiguel.blogspot.com/2014/12/romance-de-la-encarnacion-san-juan-de.html
El Romance 9, sobre el nacimiento, lo explico con algo más de detenimiento aquí:
https://padreeduardosanzdemiguel.blogspot.com/2013/01/el-desposorio-entre-dios-y-los-hombres.html#more
P. Eduardo muchísimas gracias por tan hermosa reflexión y charla. Siempre está presente en nuestras oraciones y corazones boricuas. Un fuerte abrazo fraternal.----Lisandra
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