En los capítulos anteriores hemos presentado a san Juan de la Cruz en su contexto, pues su vida nos ayuda a comprender su mensaje, ya que él habla siempre desde la experiencia. También hemos estudiado sus facetas de santo y escritor. Ahora nos disponemos a profundizar en su legado teológico-espiritual.
Para que nuestra lectura de sus obras sea provechosa, es crucial entender su modo particular de hacer teología. Exceptuando algunos capítulos de la «Subida al Monte Carmelo» y de la «Noche oscura del alma», él no realiza una exposición sistemática de su doctrina, sino poética y simbólica. Incluso en aquellas ocasiones en que propone esquemas de carácter escolástico para facilitar la comprensión de un tratado, no los sigue de forma estricta en el desarrollo posterior.
Si la teología académica se construye a partir de conceptos precisos, definiciones claras y argumentaciones lógicas, la experiencia del místico se sitúa en un ámbito que desborda estas estructuras. San Juan de la Cruz, en concreto, la teje con versos, símbolos y música, tendiendo con esos medios un puente hacia lo divino.
Para el doctor místico, la experiencia no es solo un punto de partida, sino el corazón mismo de su teología. No se trata de emociones subjetivas que luego se cubren de doctrina, sino del encuentro con una realidad (¡el Dios vivo!) que, al ser vivida, se convierte en criterio de verdad. Su método no niega la razón, sino que la trasciende: la experiencia ilumina la doctrina, y la doctrina, a su vez, orienta y clarifica la experiencia. Esta perspectiva coloca a san Juan de la Cruz en una posición singular dentro de la tradición teológica cristiana.
El santo carmelita no desecha la formación humanística y teológica que recibió en Medina y Salamanca, pero la transforma y la supera. Su genialidad consiste en forjar un lenguaje apropiado para expresar realidades que permanecían inefables: el de la poesía mística, que no sustituye a la teología escolástica, sino que la completa y la eleva, abriendo una vía de conocimiento que la razón conceptual por sí sola no puede transitar.
Lo propio de su pensamiento no es la argumentación racional al estilo académico, sino la intuición expresada en imágenes vivas y en un lenguaje cargado de resonancias bíblicas y litúrgicas. El místico sabe que la experiencia de Dios es por naturaleza sobreabundante, desbordante, inapresable. Por ello, resiste a ser encerrada en palabras comunes o definiciones abstractas. La poesía, la música y los símbolos se convierten así en los medios más adecuados para comunicarla.
Lejos de ser una anomalía, este modo de hacer teología conecta con una larga tradición: la de los profetas bíblicos, los salmos, los Padres de la Iglesia y los místicos medievales. San Juan de la Cruz, heredero de esa tradición, lleva el lenguaje poético a su máxima intensidad, hasta convertirlo en camino de transformación interior.
Por ello, sus imágenes no son ornamentos literarios, sino auténticos tratados espirituales. Cada metáfora abre horizontes de significado que no se agotan en una sola lectura. La poesía es el espacio donde su pensamiento se hace posible; es la primera clave de interpretación. Sus comentarios en prosa complementan lo que el poema capta de manera más inmediata.
Sus símbolos poseen una densidad teológica extraordinaria. Su rasgo fundamental es la polisemia: la capacidad de expresar múltiples significados de manera simultánea y coherente. Tomemos el ejemplo del monte: representa a la vez el camino de la vida, la dificultad, la soledad y la meta de la unión con Dios. Cada uno de estos significados enriquece a los demás sin contradecirlos.
Lo mismo podemos decir de la noche: no es solo purificación, sino la expresión misma del conocimiento de Dios por la fe y del encuentro con Dios en esta vida. Esta riqueza refleja la complejidad de la experiencia mística misma.
La importancia que san Juan de la Cruz otorga a la música en sus poemas revela otra dimensión fundamental de su método teológico. La música, como lenguaje no conceptual, puede expresar realidades que escapan a las palabras. En la tradición mística, la música simboliza la armonía divina (que se refleja en toda la creación) y la respuesta del alma a la llamada de Dios. Los ritmos y sonoridades no son accidentales; son parte integral del mensaje, tocando el corazón más allá del intelecto.
Armados con esta comprensión de su método, nos adentraremos ahora en esa «teología en verso». Analizaremos algunos de sus símbolos centrales ‒el camino, el matrimonio, la noche‒ para descubrir cómo este lenguaje, en apariencia etéreo, es en realidad una propuesta concreta y poderosa para el proceso de transformación interior.
Tomado de mi libro Eduardo Sanz de Miguel, «Luz en la noche del alma. Vida y legado de san Juan de la Cruz». Grupo editorial Fonte, Burgos 2025, páginas 215-217. Es la introducción a la tercera parte del mismo.

No se comprende fácilmente la amistad con Dios si no es a través de la poesía, la música, los símbolos que Juan de la Cruz, santo, nos propone.
ResponderEliminar