Lola Flores, figura irrepetible del arte español, fue mucho más que una cantante o bailaora: fue un torbellino de fuerza, sentimiento y duende. Dominaba el cante, el baile y la declamación con una naturalidad casi instintiva, capaz de electrizar cualquier escenario. Tenía la misma gracia para tratar a los porteros de los teatros en los que actuaba que para conversar con jefes de Estado, sin perder nunca su estilo directo y popular. Su arte trascendía fronteras. Lola fue, y sigue siendo, un símbolo de autenticidad y pasión.
Cuando Lola Flores interpretaba “Camino de la ciudad”, el relato guadalupano adquiría una hondura emocional que solo ella era capaz de imprimir. Su voz, áspera y cálida a la vez, hacía que la historia de Juan Diego (aquel “buen indio” sorprendido por la luz en el Tepeyac, cuya fiesta celebramos hoy) se llenara de humanidad y cercanía. Lola no se limitaba a cantar: narraba, encarnaba, transmitía. Cada verso se convertía en una escena viva, donde la sorpresa, la duda, el desgarro y la revelación se sucedían como en un pequeño drama sagrado.
Su manera de pronunciar “Al ser de día, Ave María, una mañana, Guadalupana” tenía algo de plegaria y de celebración popular. Elevaba la copla hacia lo religioso sin perder el sabor de lo cotidiano. En su interpretación, el desconcierto del obispo, la obediencia humilde de Juan Diego y el milagro de las rosas cobraban un tono de leyenda viva, llena de colores y aromas mexicanos, pero tamizada por la sensibilidad española.
El momento en que cantaba “la tela se transformó” era, en labios de la artista, casi una epifanía: un instante donde la fe sencilla de un pueblo se volvía música. Así, Lola Flores hacía de este canto una verdadera ofrenda a la Virgen de Guadalupe y un puente espiritual entre España y México.
Este es el texto de la canción:
Camino de la ciudad, un buen indio una mañana,
cuando al templo iba a rezar, al pasar por Tepeyac,
se le iluminó la cara y allí se puso a rezar.
Al ser de día, Ave María, una mañana, Guadalupana,
descendiendo de los cielos se le apareció a Juan Diego
nuestra Virgen mexicana.
Cuando Juan Diego contó lo que le había pasado
¡que falta de devoción! que hasta el obispo dudó
que un indio desarrapado viera a la Madre de Dios.
Al ser de día, Ave María, una mañana, Guadalupana,
descendiendo de los cielos se le apareció a Juan Diego
nuestra Virgen mexicana.
Cuando el obispo al pensar lo que el indio le contara
para ver si era verdad la historia de Tepeyac
le mandó a que cortara rosas sin haber rosal.
Al ser de día, Ave María, una mañana, Guadalupana,
descendiendo de los cielos se le apareció a Juan Diego
nuestra Virgen mexicana.
Cuando Juan Diego mostró aquellas rosas tempranas,
la tela se transformó, la Virgen apareció
María Guadalupana y América le rezó.
Al ser de día, Ave María, una mañana, Guadalupana,
descendiendo de los cielos se le apareció a Juan Diego
nuestra Virgen mexicana.
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