Detengámonos en el simbolismo de Cristo como luz del mundo (ayer y hoy), mostrando su fundamento bíblico, su evolución histórica, su expresión litúrgica y su densidad teológica.
Partimos de la constatación de que la luz y el sol han sido objeto de veneración en muchas culturas antiguas. La Biblia, sin embargo, desmitifica el sol como criatura de Dios y lo presenta como signo de su gloria, sin permitir su adoración. Aun así, la luz se convierte en un símbolo privilegiado para expresar la acción divina: la Torá es llamada lámpara y luz, y los rituales judíos (la menorá, el Ner Tamid, las lámparas festivas) subrayan su valor religioso.
En este horizonte, los profetas anuncian al mesías como "sol salvador", y el Nuevo Testamento identifica explícitamente a Jesús como la "luz verdadera que ilumina a todo hombre". Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la historia de la salvación aparece enmarcada por la luz, que alcanza su plenitud en Cristo y se prolonga en la misión de la Iglesia y de los creyentes.
Los primeros cristianos reinterpretaron las fiestas solares del mundo pagano a la luz de la fe, viendo en Cristo la respuesta al anhelo universal de iluminación. Los Padres de la Iglesia explicaron la Navidad como el verdadero nacimiento del sol invencible, no el astro material, sino su Creador. Este simbolismo influyó decisivamente en la arquitectura y el arte cristianos: los templos orientados hacia el este (donde "nace" el sol cada mañana), las imágenes de Cristo Pantocrátor en el ábside y las representaciones del Juicio Final en occidente (donde "muere" el sol cada tarde) expresan visualmente la esperanza escatológica y la responsabilidad moral del creyente.
La liturgia asumió plenamente este lenguaje. La Navidad celebra a Cristo como luz que vence las tinieblas del pecado y de la ignorancia, especialmente en la misa de la Nochebuena y en sus oraciones. La Epifanía y, de modo culminante, la Vigilia Pascual prolongan este simbolismo mediante la liturgia de la luz. El bautismo es "iluminación", y la luz del cirio pascual acompaña al cristiano desde su nacimiento espiritual hasta la muerte.
La luz litúrgica no es solo natural, sino signo de la verdad, del amor y de la vida que brotan de Cristo. Su luz es universal, esclarece el misterio del hombre, calienta el corazón con el amor divino y transforma a los creyentes en reflejos vivos de esa luz. Los santos son como lámparas encendidas a lo largo de la historia, testigos de que la luz de Belén sigue iluminando el mundo.
Resumen de las páginas 115-123 de mi libro Eduardo Sanz de Miguel, "La fe celebrada. Historia, teología y espiritualidad del año litúrgico en los escritos de Benedicto XVI", Burgos 2012.

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