Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

domingo, 4 de junio de 2023

Comentario a la Elevación a la Santísima Trinidad de santa Isabel de la Trinidad


Santa Isabel de la Trinidad redactó en 1904 su escrito más famoso, la "Elevación a la Santísima Trinidad", que es una profunda oración que podemos dividir en cinco párrafos de tamaño desigual. 

1. La oración comienza con una invocación al Dios trinitario, eterno e inmutable, anterior al tiempo y trascendente al tiempo, que nos quiere introducir en su misterio. Isabel sabe que Dios Trinidad está en ella y que ella está en Dios y le pide vivir anticipadamente el cielo, viviendo su misma vida, totalmente entregada a su amor:

«¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para establecerme en ti, inmóvil y pacífica, como si mi alma ya estuviera en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi Dios inmutable, sino que cada minuto me sumerja más adentro en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada más querida y el lugar de tu descanso. Que nunca te deje solo allí, sino que esté por entero allí contigo, bien alerta en mi fe, en total adoración y completamente entregada a tu acción creadora».

2. Sor Isabel continúa hablando con Jesucristo, Verbo encarnado y crucificado por amor, al que dedica el párrafo más largo. Le dice que quiere permanecer siempre unida a él, mirándole, escuchándole y amándole. Como Isabel se sabe débil, pide a Jesús que él actúe en ella.

Otros autores habrían empezado dirigiéndose al Padre, origen de todo; pero ella es fiel a la revelación bíblica y sabe que lo que conocemos de Dios es porque Cristo nos lo ha revelado. Como fiel hija de santa Teresa de Jesús, sabe que todos los bienes nos han venido de la sacratísima humanidad de Jesús, por lo que es al primero que se dirige, ya que él es el único camino posible para entrar en el misterio de Dios Trinidad. Isabel ora así:

«¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Quisiera ser una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria; quisiera amarte… ¡hasta morir de amor! Pero conozco mi impotencia, y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos los sentimientos de tu alma, que me sumerjas en ti, que me invadas, que ocupes tú mi lugar, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Ven a mí como adorador, como reparador y como salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote, quiero ser toda oídos a tu enseñanza para aprenderlo todo de ti. Y luego, en medio de todas las noches, de todos los vacíos y de toda mi ineptitud, quiero vivir con los ojos siempre clavados en ti y permanecer bajo tu inmensa luz. ¡Oh mi astro querido! Fascíname de tal manera, que ya nunca pueda salirme de tu radiación».

3. Viene después la invocación al Espíritu Santo, el que hizo posible la encarnación del Verbo en el vientre de María. A él le pide que descienda sobre ella para que Jesús pueda prolongar su encarnación en ella, en su carne, en su humanidad, en su historia. Isabel intuye que podemos ser «encarnación» de Dios, prolongación de su presencia en el mundo, colaboradores suyos. Dice así:

«¡Oh Fuego devorador, Espíritu de amor! Ven a mí para que se produzca en mi alma una especie de encarnación del Verbo: que yo sea para él una humanidad suplementaria en la que él pueda renovar todo su misterio».

4. Tal como hace la liturgia cristiana, se dirige «por Cristo, en el Espíritu, al Padre», al que pide que la cubra con su sombra (es decir, con su Espíritu Santo), como hizo con la Virgen María en la encarnación, para que el Hijo se haga presente en ella. Esta es su oración:

«Y tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre esta pobre criaturita tuya, cúbrela con tu sombra, y no veas en ella más que a “tu Hijo el amado, en quien has puesto todas tus complacencias”».

5. Isabel concluye como ha iniciado, dirigiéndose al Dios Trinidad, en el que quiere sumergirse, consciente de que él habita en ella y de que ella habita en él:

«¡Oh mis Tres, mi todo, mi eterna bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a ti como víctima. Escóndete en mí para que yo me esconda en ti hasta que vaya a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas». 

Encontramos una confirmación y una exégesis de su oración en una carta escrita pocos días después, en la que vuelve a manifestar su deseo de ser «una humanidad suplementaria» en la que se prolongue el misterio de la encarnación del Verbo, de su presencia amorosa en el mundo, en medio de los hombres: 

«Dice san Agustín que “el amor, olvidándose de su propia dignidad, está sediento de ensalzar y engrandecer a la persona amada. Solo tiene una medida: no tener medida”. Yo le pido al Señor que le colme a usted con esa medida sin medida, es decir, “conforme a la riqueza de su gloria”, y que el peso de su amor le arrastre hasta aquella feliz pérdida de la que hablaba el Apóstol cuando exclamaba: “Vivo yo, pero no soy yo: es Cristo quien vive en mí”. Este es el sueño de mi alma de carmelita, y creo que ese es también el de su alma de sacerdote. Y, sobre todo, ese es el sueño de Cristo, y a él le pido que lo haga plena realidad en nuestras almas. Seamos para él, en cierto modo, una humanidad suplementaria en la que él pueda renovar todo su misterio. Yo le he pedido que se instale en mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. Y no acierto a decirle qué paz produce en mi alma pensar que él suple mi impotencia y que, si caigo a cada momento que pasa, él está allí para levantarme y para introducirme más en él, en lo hondo de esa esencia divina en la que habitamos ya por la gracia y donde quisiera sepultarme a tal profundidad que nada pudiese hacerme ya salir. Ahí mi alma se encuentra con la suya y, al unísono con ella, hago silencio para adorar a este Dios que nos ha amado de manera tan divina. […] Seamos almas sacrificadas, es decir veraces en nuestro amor: “¡Me amó hasta entregarse por mí!”» (Cta 214).

El Señor, en su misericordia, abra nuestros corazones a este mensaje y nos conceda vivir una existencia llena de gracia y de paz. Amén.

Tomo este texto de mi libro: Santa Isabel de la Trinidad, vida y mensaje, editorial Monte Carmelo, Burgos, 2016, páginas 109-114.

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