Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 19 de mayo de 2022

El Espíritu Santo en el Antiguo Testamento


Siempre es difícil hablar del Espíritu Santo. No tiene nada de extraño que nos resulte más sencillo hablar de Dios Padre o de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre en el vientre de la Virgen María.

En el Antiguo Testamento, el Padre revela algo de su propia identidad: «Yo no quiero la muerte del pecador», etc. 

En el Nuevo Testamento se manifiesta el Hijo: «Yo soy el camino», etc. 

El Espíritu Santo está presente en la Sagrada Escritura desde el principio (Gén 1,2) hasta el final (Ap 22,17), pero nunca ha hablado con el pronombre personal «Yo». Permanece en el anonimato. 

Desde nuestra experiencia, sabemos lo que es un padre y podemos hacernos una idea de la primera persona de la Santísima Trinidad (aunque imperfecta). También sabemos lo que significa ser hijo y, mirando a Jesús, podemos comprender algo sobre la segunda persona de la Santísima Trinidad (aunque siempre nos quede lo más y mejor por descubrir). Pero no tenemos puntos de referencia para hablar del Espíritu Santo: Él no tiene forma ni figura, ni encontramos analogías para explicar su misterio.

La misma palabra «Espíritu» puede ser aplicada también al Padre y al Hijo. Y con la calificación «Santo» sucede lo mismo: también el Padre y el Hijo lo son. 

Al Espíritu Santo no lo podemos conocer por lo que es en sí mismo, sino por sus efectos, por su obra en la creación y en la historia de la salvación, ya que el Espíritu es la acción misma de Dios: el Poder con el que Dios actúa, la Gracia por la que Dios es gracioso, el Amor con el que Dios ama.

En hebreo, Espíritu se dice "Ruah". Esa palabra significa originalmente 'soplo', 'aliento', 'aire', 'viento'. Tiene un profundo sentido dinámico. Es de género femenino, por lo que su relación con la vida y con la generación es muy fuerte.

Se habla del Espíritu que invade (Núm 24,2), llena (Dt 34,9), se apodera de (Jc 6,34), empuja (Jc 13,25), irrumpe sobre (Jc 14,6.19), se aparta de y se adueña de (1Sam 16,14ss), lleva lejos (1Re 18,12), arroja (2Re 2,16), se derrama desde arriba (Is 32,15), entra en (Ez 2,2), levanta y arrebata (Ez 3,14), conduce (Ez 8,3), cae sobre (Ez 11,5)... Todos estos verbos no hacen referencia a algo, sino a Alguien que actúa y que no está a control de los hombres, que toma la iniciativa.

En definitiva, la Sabiduría de Dios, su Soplo, su Espíritu es Dios para nosotros, con nosotros, en nosotros; la acción misma de Dios. 

- En primer lugar, es aquella fuerza de Dios por la que él se manifiesta activo para crear todo, dar la vida a los seres y mantener todo en la existencia.

- En segundo lugar, es la manifestación del poder de Dios, por medio del cual realiza una historia de salvación: conduce a su pueblo, suscitando para él guías, profetas y sabios y que actuará en plenitud en el mesías.

- Por último, es el don personal por el que Dios actúa en cada hombre, dándole la salvación sobrenatural, la plenitud de la vida, un corazón nuevo, la posibilidad de vivir la vida de Dios, el perdón de los pecados, la resurrección.

No hay comentarios:

Publicar un comentario