Hace algún tiempo, yo, Simón Stock, tuve el privilegio de unirme a aquellos religiosos llegados del bíblico Monte Carmelo, que se consideran discípulos del profeta Elías y, al mismo tiempo, hermanos de la Madre de Dios.
Pertenecer a una Orden cuyos vínculos con María se remontan al Antiguo Testamento es mi mayor orgullo: Ya Elías vio prefigurada a María –antes de su nacimiento– en una nubecilla que ascendía del mar y que se interpretó como una prefiguración de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Este hecho explica el vigor con el que los carmelitas siempre la hemos defendido, llevando el color que simboliza su pureza en el blanco de nuestras capas.
En una peregrinación al Monte Carmelo conocí otras tradiciones que unían nuestra historia a la de la Virgen. Durante su infancia, María visitaba con frecuencia esta sagrada Montaña, ya que Nazaret está a pocas leguas de distancia. También se cuenta que volvió más tarde con José y con Jesús. Esa estrecha relación entre la Virgen y el Carmelo explica algunos acontecimientos que tuvieron lugar tiempo después.
Con la llegada de la Orden a Occidente, en los primeros años de esta centuria del 1.200, llegaron también los tiempos difíciles. Nuestra rápida expansión por Europa fue contemplada por algunos como una amenaza, y esto desencadenó una dura persecución contra nosotros. Fueron tiempos duros, que me hicieron comprender la importancia de la fe, el único refugio que buscábamos los carmelitas y que hallamos bajo el manto de nuestra Señora.
A ella elevaba cada día mis plegarias en espera de obtener su protección. La respuesta llegó en el año de gracia de 1251. En esas fechas tuve el honor de recibir el favor de la Madre de Dios. Ella quiso escoger a este humilde siervo para mostrar su protección a la Orden Carmelita, haciéndome entrega del escapulario.
Ella me dijo: «Recibe este signo de mi amor y protección para ti y para todos los carmelitas: Quien muriere con él no padecerá las penas del infierno». Aquellas palabras convertían en un sacramental, en un don del cielo, lo que hasta entonces había sido una tosca indumentaria, propia de los plebeyos y, por ello, sinónimo de servidumbre. A partir de entonces sería símbolo de protección y promesa de salvación eterna.
Sé que se acerca el día en que veré esa promesa cumplida y el rostro de quien me eligió para dejar este testimonio. Hasta entonces seguiré invocándola del modo que ella me inspiró, rezando, con la misma devoción con la que invito a mis hermanos a hacerlo, el Flos Carmeli.
En una peregrinación al Monte Carmelo conocí otras tradiciones que unían nuestra historia a la de la Virgen. Durante su infancia, María visitaba con frecuencia esta sagrada Montaña, ya que Nazaret está a pocas leguas de distancia. También se cuenta que volvió más tarde con José y con Jesús. Esa estrecha relación entre la Virgen y el Carmelo explica algunos acontecimientos que tuvieron lugar tiempo después.
Con la llegada de la Orden a Occidente, en los primeros años de esta centuria del 1.200, llegaron también los tiempos difíciles. Nuestra rápida expansión por Europa fue contemplada por algunos como una amenaza, y esto desencadenó una dura persecución contra nosotros. Fueron tiempos duros, que me hicieron comprender la importancia de la fe, el único refugio que buscábamos los carmelitas y que hallamos bajo el manto de nuestra Señora.
A ella elevaba cada día mis plegarias en espera de obtener su protección. La respuesta llegó en el año de gracia de 1251. En esas fechas tuve el honor de recibir el favor de la Madre de Dios. Ella quiso escoger a este humilde siervo para mostrar su protección a la Orden Carmelita, haciéndome entrega del escapulario.
Ella me dijo: «Recibe este signo de mi amor y protección para ti y para todos los carmelitas: Quien muriere con él no padecerá las penas del infierno». Aquellas palabras convertían en un sacramental, en un don del cielo, lo que hasta entonces había sido una tosca indumentaria, propia de los plebeyos y, por ello, sinónimo de servidumbre. A partir de entonces sería símbolo de protección y promesa de salvación eterna.
Sé que se acerca el día en que veré esa promesa cumplida y el rostro de quien me eligió para dejar este testimonio. Hasta entonces seguiré invocándola del modo que ella me inspiró, rezando, con la misma devoción con la que invito a mis hermanos a hacerlo, el Flos Carmeli.
Flor del Carmelo,
viña florida,
esplendor del cielo,
Virgen fecunda y singular.
Madre tierna,
intacta de hombre,
muéstrate propicia
con los carmelitas
¡Estrella del mar!
Fray Simón Stock.
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