sábado, 15 de abril de 2017
Orando con María
Después de la sepultura de Jesús, los que le habían seguido huyeron, se dispersaron ante su aparente fracaso. Su esperanza yacía en un sepulcro y la nuestra se mantiene en una mujer: María.
Ella es la única referencia de la Iglesia en el momento en que su Camino está roto, su Verdad despreciada y su Vida sepultada.
En estos momentos de oscuridad y de «silencio de Dios», el «resto de Israel», el grupito de creyentes que en cada generación pone su confianza en Dios, se concentra en la madre de Jesús.
Como sucedió otras veces, «ella conservaba estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51).
No comprende lo que ha sucedido, pero persevera en la oración silenciosa, poniendo los acontecimientos y su vida en las manos de Dios.
Después de Jesús, ella es la que más conoce al Padre, la que más de cerca ha visto su rostro. Por eso a ella nos dirigimos, en ella buscamos la compañía para esperar.
Ella no ve, ni sabe, ni entiende, pero ella, como antes Abrahán, cree y espera «contra toda esperanza». Permanece en oración, renovando su entrega a Dios, aceptando su voluntad, aunque no la comprenda. Con razón es invocada por los creyentes como «madre de la esperanza».
Aquí podemos entender por qué la Iglesia hace memoria de María todos los sábados del año: porque ella es el referente orante, el punto de apoyo de los creyentes que no tienen las cosas claras, pero siguen confiando en el Señor, poniendo en él su esperanza.
Jesús la ha hecho, desde la cruz, madre de sus discípulos amados (cf. Jn 19,25-27) y ella empieza inmediatamente a acompañarles en su camino de fe, precisamente cuando todo invita a la incredulidad. Su fidelidad es el primer tesoro que ha de guardar la Iglesia.
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