Es bueno aclarar desde el primer momento que lo esencial del cristianismo no es la teoría, sino la vida, tal como enseña san Juan de la Cruz, al que seguiremos citando, porque de una manera excepcional une en su persona la experiencia de Dios y la reflexión sobre dicha experiencia, la fe y la teología.
En la anotación que precede a la primera canción del Cántico espiritual, afirma que todo proceso de fe comienza «cayendo en la cuenta»; es decir: tomando conciencia, asumiendo vitalmente que el cristianismo no es en primer lugar un conjunto de doctrinas que aprender (la teología), de ritos que celebrar (la liturgia), ni de normas de comportamiento (la moral), sino el encuentro personal con aquel que nos ha creado por amor, nos ha redimido por amor y nos ha rodeado de mil manifestaciones de su amor antes, incluso, de nuestro nacimiento. En definitiva, se trata de descubrir la buena noticia de que Dios es siempre «el principal amante» (C 31,2) en sus relaciones con el hombre:
«Cayendo el alma en la cuenta de lo que está obligada a hacer…, conociendo la gran deuda que debe a Dios en haberla criado solamente para sí (por lo cual le debe el servicio de toda su vida) y en haberla redimido solamente por sí mismo (por lo cual le debe todo el resto y la correspondencia del amor de su voluntad) y otros mil beneficios en que se conoce obligada a Dios desde antes que naciese…» (C 1,1).
«Caer en la cuenta» no significa comprender totalmente el misterio del amor de Dios que se ha revelado en Cristo (algo, obviamente, imposible), ni tener claro todo lo que hay que hacer para poner en práctica sus enseñanzas; es solo el punto de partida de un proceso que dura la vida entera. San Juan de la Cruz afirma que hay que seguir profundizando siempre en esta experiencia original:
«Por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores y entendido las santas almas, les quedó todo lo más por decir y aun por entender; y así, hay mucho que ahondar en Cristo, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término» (C 37,4).
Las enseñanzas de san Juan de la Cruz acerca de la prioridad del encuentro personal con Cristo sobre las otras dimensiones del cristianismo, han sido asumidas pacíficamente por toda la Iglesia. Con parecidas palabras, el papa Benedicto XVI afirmó las mismas cosas al inicio de su encíclica sobre el amor cristiano:
«Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».
Del mismo parecer es el papa Francisco, quien, citando a san Óscar Romero, enseña:
«El cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay que cumplir, o de prohibiciones. Así el cristianismo resulta muy repugnante. El cristianismo es una Persona que me amó tanto, que reclama y pide mi amor. El cristianismo es Cristo».
Una fe meramente intelectual podría limitarse a creer que Dios existe y que lo que nos ha revelado es verdadero; pero eso no es suficiente. Se necesita una fe cordial (del corazón), que consiste en confiar en este Dios que se ha manifestado en Jesucristo, el cual me ha amado «hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), hasta entregarse «por mí» (cf. Gál 2,20). Solo cuando el hombre repara en estas cosas puede surgir la fe y establecerse una relación.
La experiencia religiosa es fundamental para que pueda surgir la fe cristiana, tal como testimonia el evangelista san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1Jn 4,16). Recordemos que «conocer», en el contexto bíblico, significa ‘encontrar’, ‘experimentar’; «en efecto, para el semita, conocer desborda el saber humano y expresa una relación existencial. Conocer alguna cosa es tener experiencia concreta de ella».
No se puede resumir nuestra fe de una manera más concisa: el cristianismo consiste en «conocer» el amor de Jesucristo, que fue una persona histórica (como lo fueron Julio César o Napoleón), por lo que no está situado fuera de la realidad humana, en un espacio y tiempo inalcanzables, a diferencia de los dioses y héroes mitológicos. Efectivamente, cuando se habla de estos siempre se empieza de la misma manera: «había una vez…». Pero ¿cuándo y dónde?; las respuestas son evasivas: «hace mucho tiempo… en un lugar muy lejano». Por el contrario, conocemos bien el contexto histórico y geográfico en el que se desarrolló la vida de Jesucristo, aunque algunos datos sean imprecisos.
Obviamente, en su caso hay una singularidad que no podemos ignorar: a diferencia de los demás personajes de la historia, él no se quedó en el pasado, sino que está vivo y sigue ofreciendo la salvación a los hombres de cada generación, cumpliendo su promesa: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
En el libro del Apocalipsis, Jesús resucitado afirma: «Estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Dios sigue buscando a los seres humanos, porque quiere «cenar» con ellos, compartirles su gracia y su amor. Así explica un autor este texto:
«La Presencia nos es dada también a nosotros; entre ella y nosotros se interpone la puerta de nuestra condición y nuestra situación que nos la puede ocultar, pero que puede también convertirse en lugar en el que resuene la llamada y en ocasión de nuestra apertura y de nuestra respuesta».
Esto es lo primero y principal en el cristianismo: vencer nuestras resistencias y abrir la puerta del corazón a Jesús, de modo que él pueda entrar y nosotros podamos gustar su dulzura. Todo lo demás viene después.
Por eso, algunos autores dicen que el cristianismo no es exactamente una «religión» (entendida como un conjunto de creencias, de normas de comportamiento y de ceremonias rituales), sino una «fe» (entendida como una relación con Jesucristo, que se caracteriza por la confianza en su persona y la obediencia a sus enseñanzas).
Aunque también es cierto que nuestra fe (nuestra relación personal y comunitaria con Cristo) se manifiesta en un cuerpo de reflexiones, normas, ceremonias, instituciones y creaciones artísticas. Estas cosas no son lo primero, pero son necesarias para que se dé una vivencia plenamente cristiana, por lo que no podemos ignorarlas.
De todas formas, es importante que quede claro desde el principio que la persona y las enseñanzas de Jesucristo ocupan el primer lugar en el cristianismo. Como recuerda el concilio Vaticano II, él ilumina el misterio de Dios y también el del hombre:
«El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… El que es «imagen de Dios invisible» (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina» (GS, 22).
Pero Jesús no es solo el revelador: al mismo tiempo que ilumina el misterio de Dios, nos introduce en él; al mismo tiempo que ilumina el misterio del hombre, nos capacita para vivir una existencia en plenitud.
Por un lado, Jesús nos lleva al Padre, tal como él mismo afirma: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Solo a través de Jesús tenemos acceso al misterio íntimo de Dios y, lo que es más importante, a la comunión de vida con él: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Él es «el único mediador» entre Dios y los hombres (cf. 1Tim 2,5).
Por otro lado, Jesús «trae la salvación para todos» (Tit 2,11) y nos regala la plenitud de vida para la que fuimos creados: Dios «nos ha hecho revivir con Cristo, […] nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él» (Ef 2,5-6). Él es la fuente del Espíritu Santo, y nos dice: «El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”. Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él» (Jn 7,37-39).
De estas cosas trata la teología:
- De lo que Jesucristo hace por nosotros (amándonos «hasta el extremo», nos ofrece la salvación, nos lleva al Padre, nos regala el Espíritu Santo y nos promete la vida eterna, que podemos pregustar ya en la tierra).
- De lo que Jesucristo nos revela (el misterio de Dios y el misterio del hombre, nuestro origen y nuestro destino).
Esa es la labor de la teología en general: profundizar en la vida y enseñanzas de Cristo para comprender mejor los contenidos de nuestra fe. La teología espiritual, en particular, profundiza en el dinamismo de personalización de la fe, en el proceso de seguimiento de Cristo, «aquí y ahora», según las propias capacidades y el propio estado de vida, para acceder por Cristo, en el Espíritu, al Padre.
Tomado de la introducción de mi libro:
Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d., «Qué bien sé yo la fonte que mana y corre. Teología espiritual». ISBN 978-84-220-2383-8. Editorial BAC, Madrid 2025. pp. 12-17.
La BAC tiene distribuidores en todo el mundo, por lo que el libro puede conseguirse en cualquier librería, si se dan los datos editoriales.
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