Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 3 de abril de 2025

Espiritualidad en un mundo secularizado


He tenido ocasión de predicar en distintas ocasiones en las ciudades de Panamá y Dallas. Ambas tienen muchas cosas en común, aunque me voy a detener solo en cuatro, que se pueden encontrar en la mayoría de las grandes ciudades, pero en estas de una manera superlativa: 

En primer lugar, están los numerosos rascacielos, que de día reflejan en sus cristales la luz del sol y de noche se iluminan profusamente con luz eléctrica. En esto no se diferencian de otras urbes repartidas por el mundo entero. Pienso que la impresión de asombro que sentimos hoy al visitar esas megápolis no será muy distinta a la de los antiguos griegos cuando llegaban por primera vez a Corinto o la de los contemporáneos de Jesús al acercarse a Cesarea de Filipo.

En segundo lugar, ambas ciudades tienen barrios en los que esconden sus miserias, llenos de gente descartada, que no tiene acceso a sus hoteles de lujo y centros comerciales. No es nada nuevo, ya que hace más de dos mil años los antiguos profetas de Israel denunciaban, en Samaría primero y en Jerusalén después, el contraste entre el derroche de unos y la miseria de otros.

En tercer lugar, las dos están llenas de nuevos templos seculares, con limpísimos edificios de mármol, granito y acero, a los que peregrinan cada día miles de devotos procedentes de todo el mundo. No son los antiguos templos griegos en honor de Zeus, Atenea, Apolo o Artemisa, sino las oficinas para inversionistas que ahora se llaman Frost Bank, American National Bank, BAC Credomatic, Korea Exchange Bank, Bank Leumi Le-Israel, Banco Santander, Bank of China, Banco do Brasil y un larguísimo etcétera de nombres similares grabados en relucientes placas doradas. Por distintos motivos he tenido que entrar en algunos de ellos, llenos de empleados solícitos y sonrientes, con grandes maceteros y obras de arte contemporáneo decorando sus muros, con buen sistema de aire acondicionado y acceso gratuito a internet.

El cuarto aspecto que quiero resaltar es que yo he viajado a esas ciudades porque me han invitado a predicar novenas en honor de la Virgen María o a dar conferencias, retiros y cursos de teología. Puedo asegurar que, tanto en Dallas como en Panamá, así como en Madrid, Lublin, Jerusalén, El Cairo y otras grandes capitales, he encontrado siempre personas de distinta condición que no han doblado sus rodillas ante los ídolos contemporáneos, que no se sienten saciadas con lo que las ciudades en las que viven les ofrecen, que me han manifestado su sed de espiritualidad y también me han confesado con tristeza que muchas veces no encuentran respuestas adecuadas en las iglesias que frecuentan.

Este no es un problema exclusivo de esas grandes ciudades, sino que lo comparten muchos creyentes del mundo entero, tal como advertía san Juan Pablo II en el ya lejano 2001: «¿No es acaso un “signo de los tiempos” el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad?». En la misma ocasión advertía de que, si los católicos no ofrecemos algo serio y atractivo, la gente puede «ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición» y citaba «los testimonios espléndidos de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús» como fuentes de inspiración para esta labor.

Sospecho que en la mayoría de las ciudades que visito (incluida Roma) hay más spas, aulas de yoga, clínicas «holísticas», centros de masajes, medicina alternativa, bienestar, salud y belleza, que templos cristianos. Y estos no solo tienen más feligreses que nuestras iglesias, sino incluso que las oficinas bancarias de las que ya hemos hablado.

Somos conscientes de que el secularismo avanza a pasos agigantados en Occidente y la práctica religiosa se desploma a nuestro alrededor, por lo que los argumentos que vamos a tratar no interesan a todos. Un duro soneto de Rafael Alberti († 1999) describe perfectamente la situación contemporánea:

Entro, Señor, en tus iglesias... Dime,
si tienes voz, ¿por qué siempre vacías?
Te lo pregunto, por si no sabías
que ya a muy pocos tu pasión redime.
Respóndeme, Señor, si te deprime
decirme lo que a nadie le dirías:
si entre las sombras de esas naves frías
tu corazón anonadado gime.
Confiésalo, Señor. Solo tus fieles
hoy son esos anónimos tropeles
que en todo ven una lección de arte.
Miran acá, miran allá, asombrados, 
ángeles, puertas, cúpulas, dorados...
y no te encuentran por ninguna parte.

El poeta recuerda que las imágenes religiosas, que un tiempo hablaron a nuestros antepasados y que suscitaron en ellos consuelo y esperanza, hoy están mudas, incapaces de despertar otra impresión que no sea la estética. De hecho, en los museos podemos encontrar la escultura de un dios romano junto a un Calvario medieval o a una Virgen renacentista. Todos ellos son valorados por su antigüedad, como testigos de las creencias de otros tiempos, pero no provocan sentimientos religiosos en la mayoría de nuestros contemporáneos. 

José Jiménez Lozano († 2020) dedicó un libro entero a este argumento, en el que reflexiona sobre la tristeza que emana de los ojos de las viejas imágenes religiosas, despojadas de la función para la que fueron creadas, trasladadas desde las iglesias a los museos. En este estudio, el autor llega a afirmar que esta es una cuestión teológica, no meramente estética, y reflexiona sobre la terrible pérdida que ha supuesto el que aquellas imágenes, que escucharon las oraciones de nuestros antepasados y sirvieron para ellos de cauce para recibir la gracia de Dios, hoy permanezcan mudas para la mayoría: 

«Esos iconos [desplazados de los templos a los museos] están igualmente mudos en las mismas iglesias donde en otro tiempo fueron los protagonistas de lo sagrado. Miran como máscaras que representan una ininteligible historia en los muros o en un retablo, y ya no son interrogados por la angustia de los hombres que encendían ante ellos una candela o murmuraban oraciones».

Otros autores expresan las mismas ideas en sus obras. Por ejemplo, el escritor alemán Reiner Kunze (1933-) en su poema Ostern («Pascua») comenta lo que siente nuestra sociedad ante el mensaje central del cristianismo: el de la resurrección de Cristo. Dice así:

Repicaban las campanas
cual si dieran tumbos de alegría
por la tumba vacía.
Porque, una vez,
se dio algo tan consolador 
y porque el asombro perdura
desde hace dos mil años.
Pero, aunque las campanas
martilleaban con vehemencia 
contra la medianoche, 
ni un fragmento se desprendió de su tiniebla.

Las campanas de Pascua suscitan en el autor, al mismo tiempo, la alegría de que alguna vez la gente sintió consuelo ante el anuncio de la resurrección y la tristeza de que eso ya no sucede. Tal como dice el poeta, para muchos de nuestros contemporáneos el mensaje cristiano ya no es capaz de desprender ni un fragmento mínimo de las tinieblas que los envuelven. Sencillamente, nuestras imágenes religiosas, nuestros templos y nuestras predicaciones no les dicen nada. No sienten ante ellas odio ni desprecio, solo indiferencia. Por eso buscan el consuelo en otros lugares.

Lo que hemos dicho es cierto y hacemos experiencia de ello cada día, pero no es menos verdad que somos muchos los que seguimos buscando el rostro de Dios y repetimos cada mañana: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti» (Sal 63 [62],2). 

Nuestro ser al completo (con todas sus dimensiones: alma y cuerpo) participa del deseo de Dios, que nos quema dentro. Por eso no podemos renunciar a buscarlo, aunque somos conscientes de que hemos de andar este camino con humildad, ya que estas cosas nos desbordan y tenemos más preguntas que respuestas, tal como planteaba con crudeza Miguel de Unamuno († 1936):

¿Por qué, Señor, no te nos muestras
sin velos, sin engaños?
¿Por qué, Señor, nos dejas en la duda,
duda de muerte?
¿Por qué te escondes?
¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia
de conocerte,
el ansia de que existas,
para velarte así a nuestras miradas?
¿Dónde estás, mi Señor; acaso existes?
¿Eres tú creación de mi congoja,
o lo soy tuya?
¿Por qué, Señor, nos dejas
vagar sin rumbo
buscando nuestro objeto?
¿Por qué hiciste la vida?
¿Qué significa todo, qué sentido
tienen los seres?
[…] ¿Qué hay más allá, Señor, de nuestra vida?
Si tú, Señor, existes,
¡di por qué y para qué, di tu sentido!
¡di por qué todo!
[…] Razón de Universo, ¿dónde habitas?
¿por qué sufrimos?
¿por qué nacemos?
[…] Ve, ya no puedo más, de aquí no paso,
de aquí no sigo,
aquí me quedo,
yo ya no puedo más, ¡oh Dios sin nombre!
Ya no te busco,
ya no puedo moverme, estoy rendido;
aquí, Señor, te espero,
aquí te aguardo,
en el umbral tendido de la puerta
cerrada con tu llave.

Aunque en este poema de juventud Unamuno afirmó que se había cansado de buscar a Dios, siguió haciéndolo hasta el final de sus días, convirtiendo este argumento en el principal de toda su obra literaria. Su búsqueda de Dios nunca fue sencilla y se realizó siempre en la oscuridad. Si lo pensamos bien, esto es así para todo cristiano sincero, que siempre camina hacia Dios en la noche, tal como cantaba Luis Rosales († 1992):

De noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente
solo la sed nos alumbra.

Estos versos están inspirados en el conocido poema La fonte, de san Juan de la Cruz, que hemos citado al inicio. El santo carmelita afirma que conoce con certeza dónde brota la fuente del agua de la vida, de la paz y del amor, aunque no la puede ver, «porque es de noche». La fuente es Dios mismo, que se comunica al hombre para darle vida, aunque –al mismo tiempo– permanece siempre escondido para nosotros, debido a que el exceso de su luz supera nuestras capacidades y nos deslumbra:
 
«Para el alma, esta excesiva luz de la fe le es oscura tiniebla, porque lo más priva y vence lo menos, así como la luz del sol priva las otras luces (de manera que no parezcan luces cuando ella luce) y vence nuestra potencia visiva (de manera que antes la ciega y priva de la vista que se la da), por cuanto su luz es muy desproporcionada y excesiva a la potencia visiva. Así, la luz de la fe, por su gran exceso, oprime y vence la del entendimiento… Luego claro está que la fe es noche oscura para el alma» (2S 3,1-4).

Así que, en este libro hablaremos de Dios que busca a los seres humanos, de su revelación, del encuentro fundamental entre Dios y los hombres en Jesucristo, de personas que acogen a Dios y se dejan iluminar por su Espíritu, de la fe y de los demás argumentos que estudia la teología en general, bajo el punto de vista específico de la teología espiritual.

Como carmelita descalzo, he profundizado en la vida espiritual y en la teología espiritual desde el noviciado, y he tenido ocasión de enseñarla en varios centros. También he impartido cursos sobre oración, mística y contemplación a públicos muy diversos. Es lo primero que se espera de alguien que pertenece a una Orden con tantos y tan importantes autores espirituales, entre los que destacan los doctores de la Iglesia santa Teresa de Jesús (de Ávila), san Juan de la Cruz y santa Teresita del Niño Jesús (de Lisieux). Este libro es el resultado de esa vida, esos estudios y esa docencia.

Tomado de la introducción de mi libro:
Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d., «Qué bien sé yo la fonte que mana y corre. Teología espiritual». ISBN 978-84-220-2383-8. Editorial BAC, Madrid 2025. pp. 6-12.

La BAC tiene distribuidores en todo el mundo, por lo que el libro puede conseguirse en cualquier librería, si se dan los datos editoriales.

1 comentario:

  1. Extraordinaria introducción del libro, P. Eduardo, de este mundo moderno que busca cosas, pero carece de sentido de la vida espiritual. Seguro que tendrá muchos lectores. Un abrazo.

    ResponderEliminar