El Domingo de Ramos en la Pasión del Señor aclamamos a Cristo como Rey, aunque su poder se manifiesta en el servicio y en su entrega por amor. Hacemos memoria de su entrada triunfal en Jerusalén, pero los ramos con que acompañamos a Cristo se convertirán en la ceniza que usaremos al inicio de la Cuaresma del año siguiente. Esto subraya la fragilidad de nuestros buenos deseos. La lectura del evangelio de la pasión nos recuerda cómo muchos de los que aclamaron a Jesús como rey después pidieron su muerte.
El Triduo Santo de la pasión, muerte y resurrección del Señor comienza con la Misa vespertina del Jueves Santo y concluye al anochecer del domingo de Pascua. Ya no forma parte de la Cuaresma, sino del Tiempo Pascual.
El Jueves Santo es el día del amor fraterno. El lavatorio de los pies y la comunión en el Cuerpo de Cristo entregado por nosotros, nos recuerdan que Jesús nos amó hasta el extremo y nos mandó amarnos unos a otros como él nos ha amado. La celebración concluye con la reserva del Santísimo Sacramento en el “Monumento”. La misa comienza como una celebración normal, pero termina en silencio, sin bendición, ni canto final, ni despedida, porque continuará en la celebración del día siguiente.
El Viernes Santo los oficios comienzan en silencio, sin canto ni saludo inicial, porque son la continuación de la celebración del Jueves y terminan de la misma manera, porque no se concluirán hasta la gran celebración de la Vigilia Pascual. Según una antigua tradición, los católicos latinos no celebramos la misa en ese día y los oficios constan de tres partes:
1. La liturgia de la Palabra, con la lectura de la Pasión según san Juan y la gran oración universal, en la que se tienen presentes a todos los hombres: La Iglesia Católica, los demás cristianos, los judíos y creyentes de otras religiones, los no creyentes, los gobernantes, los que sufren...
2. La adoración de la Cruz.
3. La comunión eucarística con el Santísimo Sacramento reservado el día anterior.
El Sábado Santo la Iglesia permanece en oración junto al sepulcro del Señor, meditando en su entrega. Toda la fe y el amor de la Iglesia se concentran en el corazón de María, la mujer que esperó contra toda esperanza; por eso en muchos lugares se hacen celebraciones de «la hora de la Madre».
El Domingo de Resurrección inicia con la Vigilia Pascual, celebrada en la tarde del sábado, que consta de cuatro partes:
1. La liturgia del fuego, en la que aclamamos a Cristo como luz nueva que ilumina la tierra (recordemos que la vieja creación también comenzó cuando Dios hizo la luz, el día primero).
2. La liturgia de la Palabra, en la que repasamos las grandes intervenciones de Dios a favor de la humanidad: la creación, la alianza con Abrahán, la salida de Egipto, la promesa de una nueva alianza...
3. La liturgia del agua, en la que se bautizan los neófitos, si los hay, y se renuevan las promesas bautismales, recordando que el bautismo es participación sacramental en la muerte y resurrección de Cristo.
4. La liturgia eucarística, en la que comulgamos el Cuerpo de Cristo resucitado.
Esta celebración tampoco tiene los tradicionales ritos iniciales de las misas (En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; el Señor esté con vosotros...), porque es continuación de las de los dos días anteriores, pero sí que concluye con la bendición y la despedida, porque es la conclusión de dichas celebraciones.
La celebración de los misterios del Señor a lo largo del año nos ayuda a profundizar en el único misterio: Cristo. Él, por amor a los hombres, quiso asumir nuestra condición histórica, limitada: nació, creció, predicó, realizó prodigios, murió y resucitó. Además, nos aseguró su presencia entre nosotros todos los días de nuestra vida.
Somos tan limitados, que esta presencia salvadora nos sobrepasa. Por eso, cada vez ponemos nuestros ojos en un aspecto, para poder profundizar de manera progresiva en una realidad que nos desborda: El Hijo de Dios está entre nosotros y podemos encontrarnos con él, anticipando sobre esta tierra el gozo del encuentro definitivo, que se dará únicamente en el cielo.
La celebración de los misterios del Señor a lo largo del año nos ayuda a profundizar en el único misterio: Cristo. Él, por amor a los hombres, quiso asumir nuestra condición histórica, limitada: nació, creció, predicó, realizó prodigios, murió y resucitó. Además, nos aseguró su presencia entre nosotros todos los días de nuestra vida.
Somos tan limitados, que esta presencia salvadora nos sobrepasa. Por eso, cada vez ponemos nuestros ojos en un aspecto, para poder profundizar de manera progresiva en una realidad que nos desborda: El Hijo de Dios está entre nosotros y podemos encontrarnos con él, anticipando sobre esta tierra el gozo del encuentro definitivo, que se dará únicamente en el cielo.
El Señor nos conceda afirmar nuestra fe y crecer en su amor esta Semana Santa. Amén.
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