El domingo pasado escuchamos la alabanza de Jesús a Pedro, que lo reconoció como mesías: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo».
A continuación, Jesús explicó qué tipo de mesías era él. No uno que viene para reinar en nombre de Dios (como David) y mucho menos uno que se dedica a imponer con las armas el reino de Dios a los demás (como los Macabeos en el Antiguo Testamento o los cruzados mucho más tarde). Él viene para servir y dar la vida por los pecadores.
A sus discípulos nos invita a recorrer el mismo camino: el de la propuesta pacífica del reino de Dios, el del respeto hacia el que piensa distinto, el de la paciencia con los demás y con nosotros mismos, el del servicio hasta el final (no solo a los amigos y parientes, también a los enemigos).
Esto no es sencillo, sino todo lo contrario, por eso Jesús nos invita a abrazar la cruz y a caminar tras de él. Nosotros queremos cantar con san Juan de la Cruz:
A zaga de tu huella
las jóvenes discurren el camino,
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.
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