El 14 de septiembre se celebra la fiesta del «exaltación de la cruz». Antiguamente era la fiesta del final de la vendimia y de las cosechas de otoño, por lo que se ofrecían flores y frutos sobre el altar para dar gracias por el año agrícola que terminaba y para pedir la bendición de Dios en el nuevo ciclo.
San Pablo afirma que «Cristo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». (Fil 2,6ss). De modo que la cruz no es «exaltación» sino «humillación». Equivale a una muerte deshonrosa.
Pero Cristo nos dice: «No me quitan la vida, sino que yo la doy voluntariamente por amor». Es el amor de Cristo el que da valor a la cruz, el que hace que un instrumento de tortura se transforme en instrumento de redención. Por eso, san Pablo añade: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20).
En la cruz de Jesús comprendemos la medida de su amor. Demos gracias a Cristo, que nos amó hasta el extremo y sigue amándonos de la misma manera.
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