Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 4 de agosto de 2012

El Desierto de las Palmas (2)


Numerosas personas se acercan diariamente al Desierto de las Palmas. En su mayoría repiten la visita, atraídos por la belleza del paisaje y de los edificios. Quizás han recorrido los caminos en bicicleta, han subido hasta la cima del monte Bartolo o han visitado el museo conventual. Algunos se detienen a beber en la fuente de san José o a recoger moras y madroños silvestres, otros se quedan sorprendidos al percibir el canto del jilguero o al tropezarse con una zorra, un jabalí, una ardilla, un conejo o una perdiz que atravesaba rauda la carretera, seguida por sus perdigones. Muchos han gozado con la música del órgano y los cantos en la liturgia o en los conciertos que se ofrecen en el templo. Casi todos han sacado fotos de las ermitas y del paseo de los cipreses.

Paisaje, historia, arte, espiritualidad... El Desierto es todo eso y mucho más: una realidad viva, variada y compleja, llena de matices que cambian según las horas del día o la estación. Monet enseñó que «un paisaje no existe como tal, ya que su aspecto cambia cada momento, el sol va tan deprisa que no puedo seguirlo. El color, un color, no dura ni un minuto; a veces tres o cuatro segundos». Por eso, sus series de paisajes a diferentes horas del día son tan sorprendentemente distintas a pesar de representar los mismos lugares. Pero, ¿cómo explicar esto a una generación marcada por las prisas? Y no solo los jóvenes; incluso las excursiones de la tercera edad no pueden detenerse mucho tiempo en el museo, porque deben visitar Benicàssim, Oropesa y Peñíscola antes de comer en Vinaroz. 

Créanme; el Desierto de las Palmas es incompatible con las prisas. Si quieren conocerlo a fondo, deben acercarse a él con tiempo y dejarse llenar de sus sensaciones: la brisa, la luz, los olores, los sonidos del campo. Hay que mirar con atención, escuchar a «las montañas, / los valles solitarios, nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos; / la música callada, / la soledad sonora...». Solo entonces entenderemos su lenguaje. Cada rincón descubre un aspecto único e irrepetible.

El amanecer suele ser espectacular, con una serie de bandas en diversos tonos rosados, que se elevan pausadamente sobre el mar. Son como los dedos rosados de la aurora que, a estas horas, acaricia los cabellos rubios del sol, que aún duerme. A veces parecen las líneas de un gran pentagrama, surcadas por nubecillas, que son las notas. Solo los pajarillos saben interpretar la misteriosa partitura. Ellos ofrecen su mejor concierto a esas horas en que no se oyen otros sonidos, aparte del canto del gallo, que se resiste a perder su protagonismo matinal, y del tañido de la campana que convoca a los religiosos para la oración. Aquí se comprenden los versos de Antonio Machado: «No el sol, sino la campana / cuando te despierta es / lo mejor de la mañana».

Una calma casi absoluta envuelve el ambiente cuando se acerca el mediodía. No se mueve ni una brizna de hierba. Solo se oye el zumbido de los insectos, especialmente el canto impertinente de las chicharras. Los días claros, una línea perfecta separa el mar y el cielo en el horizonte. El uno de color oscuro, casi azabache, el otro de un azul transparente. El primero, cruzado de manera caprichosa por corrientes que forman sendas blancas y grises bajo la superficie en calma. El segundo, atravesado por algunas nubecillas erráticas. Entonces, las Islas Columbretes se hacen cercanas, como bañistas tumbadas al sol sobre las aguas.

Al atardecer, cuando cesa el bullicio, suele soplar la brisa marina («el austro que despierta los amores») y los galanes de noche y los jazmines expanden sus olores más intensos. En primavera se mezclan con los del romero, el azahar y las flores de los frutales, arrobando los sentidos. Algo más tarde, cuando los frailes se retiran a descansar después del canto de Completas, la Vía Láctea se despliega como calzada real que atraviesa el firmamento. Cuando «la luna en el mar riela» (como sucede estos días de luna llena), este parece competir con el cielo para ver quién consigue trazar un camino más intenso y luminoso. Hay noches en que uno y otro se tocan y se funden.

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