Las lecturas del domingo 15 del Tiempo Ordinario, ciclo "b", hablan de llamadas y de envíos.
Cuando Dios llamó a Moisés y lo envió al faraón para que liberara a su pueblo de la esclavitud, Moisés argumentó que era tartamudo y que no le escucharían en la corte. A pesar de sus objeciones, Dios renovó su llamada y lo envió para que anunciara su mensaje.
Más tarde, Dios llamó al profeta Amós y lo envió a predicar su Palabra a Israel, tal como se lee en la primera lectura de este domingo. Amós se consideraba incapaz de realizar esa misión ya que, hasta entonces, era un sencillo pastor y recolector de higos.
Lo mismo le sucedió a Isaías, que reconoció su incapacidad de ser buen mensajero de Dios, ya que sus labios eran impuros.
También Jeremías objetó que era solo un muchacho y que nadie le tomaría en serio.
Los discípulos de Jesús no eran mucho mejores ni estaban más preparados cuando el maestro los envió de dos en dos a predicar.
A lo largo de la historia de la salvación, Dios ha llamado muchas veces a personas pequeñas, débiles o ignorantes. Así se ve mejor que la obra de la salvación no es obra de los hombres, sino de Dios. Sus enviados solo son colaboradores, pero él es el único que salva.
Los sacerdotes, misioneros, consagrados... tampoco son llamados y enviados por sus méritos personales. Tienen que fiarse de Dios y consagrarse a su misión, poniendo los resultados en sus manos.
Lo mismo podemos decir de cada cristiano, independientemente de su vocación particular o de su estado de vida. Todos somos llamados y enviados para dar testimonio del amor de Dios, que se nos ha manifestado en Jesucristo, el Señor.
Todos los cristianos tenemos que vencer nuestras resistencias y ponernos en camino en su nombre. Todos hemos sido llamados y enviados.
Más tarde, Dios llamó al profeta Amós y lo envió a predicar su Palabra a Israel, tal como se lee en la primera lectura de este domingo. Amós se consideraba incapaz de realizar esa misión ya que, hasta entonces, era un sencillo pastor y recolector de higos.
Lo mismo le sucedió a Isaías, que reconoció su incapacidad de ser buen mensajero de Dios, ya que sus labios eran impuros.
También Jeremías objetó que era solo un muchacho y que nadie le tomaría en serio.
Los discípulos de Jesús no eran mucho mejores ni estaban más preparados cuando el maestro los envió de dos en dos a predicar.
A lo largo de la historia de la salvación, Dios ha llamado muchas veces a personas pequeñas, débiles o ignorantes. Así se ve mejor que la obra de la salvación no es obra de los hombres, sino de Dios. Sus enviados solo son colaboradores, pero él es el único que salva.
Los sacerdotes, misioneros, consagrados... tampoco son llamados y enviados por sus méritos personales. Tienen que fiarse de Dios y consagrarse a su misión, poniendo los resultados en sus manos.
Lo mismo podemos decir de cada cristiano, independientemente de su vocación particular o de su estado de vida. Todos somos llamados y enviados para dar testimonio del amor de Dios, que se nos ha manifestado en Jesucristo, el Señor.
Todos los cristianos tenemos que vencer nuestras resistencias y ponernos en camino en su nombre. Todos hemos sido llamados y enviados.
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