Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 22 de noviembre de 2025

Cristo Rey: historia y liturgia


La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, celebrada el último domingo del Tiempo Ordinario, corona el año litúrgico y proclama que, en Cristo, Dios ha querido reconciliar consigo a todas las criaturas por medio de la cruz (cf. Col 1,20). Esta fiesta sintetiza la fe cristiana: creemos en un Rey que se abaja en la encarnación para enriquecernos con su pobreza, que vence al pecado y a la muerte en la resurrección, y que al final de los tiempos consumará su obra, secando nuestras lágrimas y haciéndonos participar de su gloria. En esta esperanza, los creyentes se sienten llamados a colaborar con él para instaurar en el mundo un reino de amor, servicio, justicia y respeto, en el que los débiles tengan las mismas oportunidades que los fuertes.

Aunque la Iglesia ya celebraba la realeza de Cristo desde antiguo en la Epifanía y el Domingo de Ramos, el deseo de una fiesta específica surgió en el siglo XIX dentro del movimiento litúrgico. Pío XI la instituyó en 1925, fijándola el último domingo de octubre, con una orientación marcadamente socio-política. Los himnos y oraciones de entonces expresaban un tono triunfalista propio de la época, pidiendo que gobernantes, jueces, leyes y pueblos se sometieran públicamente a la soberanía de Cristo.

La reforma litúrgica posterior dio un giro profundo a la celebración: la trasladó al último domingo del año litúrgico y la reinterpretó desde el evangelio. Jesús no es rey por el dominio, sino por el servicio; reina como pastor, sacerdote y siervo. 

La ubicación actual de la fiesta subraya la dimensión escatológica del reinado de Cristo, un tema que enlaza los últimos domingos del año con los primeros del Adviento siguiente. Así, esta solemnidad se convierte en un puente entre el fin y el comienzo del ciclo litúrgico, orientando la mirada de los fieles hacia la plenitud futura del Reino.

Los evangelios proclamados cada año iluminan esta realeza paradójica. En el ciclo A se lee el juicio final de Mateo 25, donde Cristo se identifica con los más pequeños y revela que su presencia se descubre en los necesitados. En el ciclo B se proclama el juicio de Jesús ante Pilato, que evidencia que su reino no se impone por la fuerza, sino que se manifiesta en la verdad y en la entrega humilde. En el ciclo C se escucha la súplica del buen ladrón, que reconoce a Jesús crucificado como Rey y recibe la promesa del paraíso. Estos textos muestran que la gloria de Cristo se revela en la debilidad y que su autoridad es servicio amoroso.

La liturgia confiesa a Cristo como «alfa y omega» (Ap 1,8), principio y fin de toda la creación y de la historia de la salvación. Por eso, en esta fiesta se contempla a Cristo como autor de la creación («todo fue creado por él y para él») y como redentor que reconcilia a toda la humanidad por su sacrificio. Las oraciones y lecturas orientan la mirada hacia su venida gloriosa, cuando lleve a plenitud la obra creadora de Dios, y al mismo tiempo exhortan a trabajar activamente por un «Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz». Este Reino ha comenzado ya, se despliega en la historia y llama a los cristianos a vivir anticipadamente el cielo en la tierra.

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