Todas nuestras celebraciones se resumen en esta: creemos en un rey que en su encarnación se hizo pobre para enriquecernos, que en su resurrección ha vencido al pecado y a la muerte, y que un día llevará a plenitud su obra de salvación, secando las lágrimas de nuestros ojos y haciéndonos partícipes de su vida gloriosa en su reino.
Con esta dulce esperanza, queremos colaborar con él para establecer en el mundo su reino: el reino del amor y del servicio, del respeto hacia todos y de la ayuda a los más débiles, para que ellos tengan las mismas oportunidades de salir adelante que los más fuertes.
Tradicionalmente se interpretaron como celebraciones en honor de Cristo rey tanto la Epifanía como el domingo de Ramos. El deseo de una fiesta específica con este título surgió en el s. XIX, dentro del movimiento litúrgico. Sus promotores creían que la recuperación de las formas litúrgicas del pasado frenaría el laicismo y ayudaría a la restauración del régimen de cristiandad, en el que Cristo reinaría en la sociedad y esta se guiaría por los valores cristianos.
La fiesta fue instituida en 1925 por Pío XI, que la fijó el último domingo de octubre, con claro sentido socio-político. Así lo manifiestan los himnos y oraciones que se compusieron para la misa y el breviario, con el tono triunfalista de la época: «A ti los gobernantes de las naciones te exalten con público honor, te honren los maestros y los jueces, te expresen las leyes y las artes. Brillen, a ti sometidas y consagradas, las banderas de los reyes y, con suave cetro, domina las patrias y las familias» (antiguo himno de vísperas).
La reforma litúrgica la trasladó al último domingo del año litúrgico, como conclusión del mismo, y la reinterpretó, subrayando que Jesús es rey siendo pastor, sacerdote y siervo. Su reino no se manifiesta en el dominio, sino en el servicio.
La actual colocación de la fiesta subraya la esperanza escatológica del reinado de Cristo, que es el tema dominante de los domingos anteriores (últimos del año litúrgico) y posteriores (primeros de Adviento del año siguiente). De alguna manera, el final y el inicio del año litúrgico coinciden en sus contenidos y esta fiesta es el broche que los une.
En la liturgia contemporánea, el ciclo “a” leemos el evangelio del juicio a las ovejas y a las cabras (Mt 25), con la invitación a descubrir a Cristo realmente presente en esta sociedad, en este tiempo, en cada hermano, especialmente en los más pequeños.
El ciclo “b” leemos el juicio de Jesús ante Pilatos, lo que manifiesta que esta es una fiesta paradójica, en la que contemplamos la realeza de Cristo en su humillación, su poder en el servicio, su gloria en la debilidad.
El ciclo “c” leemos la petición del buen ladrón, que suplica a Jesús que se acuerde de él en su reino. Ante Jesús, en su corazón surge la esperanza. Sabe que él no merece la salvación, pero se atreve a pedírsela a Cristo. Y Jesús le consuela con este dulce anuncio: "Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso".
La liturgia cristiana confiesa a Cristo como «el alfa y la omega, el que es, el que era y el que viene» (Ap 1,8), principio y fin de toda la obra creadora y salvadora de Dios. Por eso, esta fiesta invita a la contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones principales: el Hijo de Dios es el autor de la creación (“todo fue creado por él y para él”) y de la redención (por la cruz de Cristo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas).
Las lecturas y oraciones de ese día recuerdan el sacrificio redentor del Señor y dirigen la mirada de los fieles hacia su retorno glorioso al final de los tiempos, cuando lleve la creación entera a su plenitud, para la que fue creada.
Al mismo tiempo, los animan a esforzarse en el trabajo diario para que el reino de Cristo, «reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz» (prefacio), se establezca ya en el mundo y alcance a todos los hombres.
Tradicionalmente se interpretaron como celebraciones en honor de Cristo rey tanto la Epifanía como el domingo de Ramos. El deseo de una fiesta específica con este título surgió en el s. XIX, dentro del movimiento litúrgico. Sus promotores creían que la recuperación de las formas litúrgicas del pasado frenaría el laicismo y ayudaría a la restauración del régimen de cristiandad, en el que Cristo reinaría en la sociedad y esta se guiaría por los valores cristianos.
La fiesta fue instituida en 1925 por Pío XI, que la fijó el último domingo de octubre, con claro sentido socio-político. Así lo manifiestan los himnos y oraciones que se compusieron para la misa y el breviario, con el tono triunfalista de la época: «A ti los gobernantes de las naciones te exalten con público honor, te honren los maestros y los jueces, te expresen las leyes y las artes. Brillen, a ti sometidas y consagradas, las banderas de los reyes y, con suave cetro, domina las patrias y las familias» (antiguo himno de vísperas).
La reforma litúrgica la trasladó al último domingo del año litúrgico, como conclusión del mismo, y la reinterpretó, subrayando que Jesús es rey siendo pastor, sacerdote y siervo. Su reino no se manifiesta en el dominio, sino en el servicio.
La actual colocación de la fiesta subraya la esperanza escatológica del reinado de Cristo, que es el tema dominante de los domingos anteriores (últimos del año litúrgico) y posteriores (primeros de Adviento del año siguiente). De alguna manera, el final y el inicio del año litúrgico coinciden en sus contenidos y esta fiesta es el broche que los une.
En la liturgia contemporánea, el ciclo “a” leemos el evangelio del juicio a las ovejas y a las cabras (Mt 25), con la invitación a descubrir a Cristo realmente presente en esta sociedad, en este tiempo, en cada hermano, especialmente en los más pequeños.
El ciclo “b” leemos el juicio de Jesús ante Pilatos, lo que manifiesta que esta es una fiesta paradójica, en la que contemplamos la realeza de Cristo en su humillación, su poder en el servicio, su gloria en la debilidad.
El ciclo “c” leemos la petición del buen ladrón, que suplica a Jesús que se acuerde de él en su reino. Ante Jesús, en su corazón surge la esperanza. Sabe que él no merece la salvación, pero se atreve a pedírsela a Cristo. Y Jesús le consuela con este dulce anuncio: "Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso".
La liturgia cristiana confiesa a Cristo como «el alfa y la omega, el que es, el que era y el que viene» (Ap 1,8), principio y fin de toda la obra creadora y salvadora de Dios. Por eso, esta fiesta invita a la contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones principales: el Hijo de Dios es el autor de la creación (“todo fue creado por él y para él”) y de la redención (por la cruz de Cristo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas).
Las lecturas y oraciones de ese día recuerdan el sacrificio redentor del Señor y dirigen la mirada de los fieles hacia su retorno glorioso al final de los tiempos, cuando lleve la creación entera a su plenitud, para la que fue creada.
Al mismo tiempo, los animan a esforzarse en el trabajo diario para que el reino de Cristo, «reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz» (prefacio), se establezca ya en el mundo y alcance a todos los hombres.
Por eso, nunca debemos olvidar que este reino de Cristo ya ha comenzado, que se está realizando en la historia y que estamos llamados a incorporarnos a él, viviendo anticipadamente el cielo en la tierra.
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