Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

domingo, 9 de noviembre de 2025

Ábside de la basílica de san Juan de Letrán en Roma


El ábside de la basílica de San Juan de Letrán, "madre y cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo", es como una visión del cielo abierto sobre la tierra. En su resplandor dorado, los mosaicos del siglo V (restaurados y enriquecidos en el siglo XIII por el papa franciscano Nicolás IV) revelan el corazón del misterio cristiano: la Cruz gloriosa de Cristo, que fecunda el mundo con el agua de la vida.

En el centro, se alza la cruz recubierta de joyas, signo de victoria y árbol de vida, coronada por el Espíritu Santo. De allí brotan los cuatro ríos del Paraíso, símbolo del Espíritu que renueva la creación entera. A sus orillas se acercan ciervos y ovejas para beber, imágenes de las almas sedientas de Dios. Es la sed del salmista («como busca la cierva corrientes de agua») transformada en liturgia de eternidad. En la cruz, además, aparece Cristo bautizado por Juan, indicando que el Jordán, las aguas del bautismo, son el inicio de esa corriente divina que se derrama hasta fecundar toda la tierra.

A su derecha de la cruz (nuestra izquierda) se encuentra la Virgen María, Madre de la Iglesia, revestida de majestad y ternura. Junto a ella se inclinan san Pedro y san Pablo, columnas apostólicas, y más abajo (añadidos en el siglo XIII), san Francisco de Asís y el papa Nicolás IV, como testigos de la renovación espiritual que brota del evangelio. 

En el otro lado están san Juan Bautista, san Juan Evangelista y san Andrés, acompañados en menor tamaño por san Antonio de Padua, otro hijo de la familia franciscana, cuya presencia une la contemplación con la misión (también es un añadido del siglo XIII).

Debajo de la cruz se extiende la Jerusalén celestial, amurallada en oro, con san Miguel arcángel custodiando su entrada. En su interior crece el árbol de la vida, y un pavo real, símbolo de la inmortalidad, anuncia la resurrección. En las murallas se reconocen los rostros de Pedro y Pablo, como guardianes de la fe. Más abajo, las aguas del río Jordán (imagen del bautismo) serpentean entre peces, plantas y figuras humanas: es la vida del mundo que renace bajo la gracia, la materia transfigurada por el Espíritu.

En lo más alto, sobre la cruz, brilla el rostro de Cristo, sereno y majestuoso, rodeado de ángeles que lo contemplan y adoran. Es el Sol que no conoce ocaso, el centro y sentido de todo el universo. Desde él desciende toda gracia; hacia él asciende toda alabanza.

Por debajo de este gran mosaico, entre arcos, están representados los apóstoles, vestidos como filósofos romanos.

El conjunto es un himno visual, una teología en color y luz. Bajo los destellos del oro bizantino, el ábside de la catedral de Roma proclama la comunión entre cielo y tierra, entre historia y eternidad. Todo nace de la cruz y todo vuelve a ella: el río de la vida, los santos que rodean el misterio, la Iglesia peregrina que bebe en sus aguas. En este esplendor silencioso, Roma entera parece orar: “Crux sancta, lux mundi, spes unica” (Santa Cruz, luz del mundo, única esperanza).

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