Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 18 de noviembre de 2025

Te amo, Rey, y levanto mi voz para adorar y gozarme en ti. Canto a Cristo Rey


El domingo próximo concluirá el año litúrgico con la fiesta de Cristo Rey del universo, aunque lo contemplaremos en un trono inesperado: la cruz. Allí, donde el mundo solo percibiría derrota, la Iglesia reconoce el triunfo de Cristo. Él no reina con cetros de oro ni con ejércitos, sino con la fuerza humilde del que se entrega hasta el extremo. Su poder no humilla, levanta; no domina, libera; no exige tributos, sino que se ofrece como don. En su debilidad resplandece la verdadera soberanía del amor.

Este es nuestro Rey: el Señor que se inclina para lavar los pies de sus amigos; el pastor que conoce a cada una de sus ovejas y las defiende con su propia sangre; el médico que no teme las llagas del corazón humano, porque sabe que solo la misericordia cura. Él es el pan que se parte para alimentar nuestra pobreza, la vida indestructible que, entrando en nuestras muertes diarias, las transforma en paso hacia la luz.

El prefacio de la fiesta de Cristo Rey nos introduce en este misterio. Proclama a Jesús como sacerdote eterno y rey del universo, ungido con óleo de alegría. Alegría que no nace del triunfo exterior, sino de la entrega en el altar de la cruz, donde consumó la redención. Desde ese abajamiento, somete toda la creación no por fuerza, sino por atracción; no por dominio, sino por la suave autoridad del amor que reconcilia. Y nos entrega un reino que no pasa: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz.

Ante esta realeza que desarma todas nuestras imágenes de poder, el corazón solo puede rendirse en adoración. Brota entonces un canto sencillo, como un susurro que asciende al cielo: “Te amo, rey, y levanto mi voz para adorar y gozarme en ti. ¡Regocíjate! Escucha, mi rey: que sea un dulce sonar para ti”.

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