El 1 de octubre se celebra la fiesta de santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, fallecida en Lisieux a los 24 años de edad en 1897. En el blog le hemos dedicado muchas entradas, en las que hemos hablado de su historia y espiritualidad y también hemos comentado algunos textos suyos.
Su solidaridad con los incrédulos es lo que más sorprende a nuestros contemporáneos y lo que la hace más cercana a nosotros. El ateísmo era un fenómeno que estaba en sus inicios, pero que se manifestaba muy beligerante.
Teresa conocía las batallas anticlericales de la prensa y las leyes que habían decretado el cierre de numerosos conventos, especialmente los dedicados a la educación de niños y jóvenes. Incluso sufrió personalmente la burla y la traición de Leo Taxil, un engañador con el que se había carteado y que usó una fotografía de ella vestida de Juana de Arco para ridiculizar la religión católica en una famosa conferencia en París. También conocía la respuesta de los creyentes, que consistía en la confrontación y el desprecio hacia los «impíos», los «incrédulos», los «malos».
La apologética del momento afirmaba que la fe es obvia y no necesita de ninguna demostración: la creación entera canta la gloria de Dios y todos deberían admitir su existencia. El ateísmo, por tanto, debía nacer de la mala voluntad de los pecadores, que querían liberarse de toda atadura moral para justificar sus perversiones.
Sin embargo, el amor de Teresa hacia los pecadores y su compasión hacia los no creyentes la llevó a no pensar así, a solidarizarse con ellos, a desear sentarse a su mesa para compartir su dolor.
En su adolescencia, cuando todos los que conocieron el caso Pranzini (violador y asesino múltiple condenado a la guillotina) gritaban «¡a muerte!», ella se dedicó a orar por su salvación y le consideró «su primer hijo».
Cuando el padre Jacinto Loyson (un famoso carmelita predicador, que dejó la Iglesia católica para casarse) era puesto como ejemplo de infidelidad y traición, ella no dejó de orar por él cada día y ofreció su última comunión por aquel al que seguía considerando «mi hermano».
Cuando los bienpensantes pedían venganza contra Leo Taxil (que había escrito artículos y libros con aprobación de los católicos franceses, obispos, cardenales y del mismo papa, pero se demostró un engañador, blasfemo y sacrílego), ella aceptó sentarse sola, confundida y llena de dolor a «la mesa de los pecadores», deseando que puedan encontrar la luz.
Dios le concedió un conocimiento no intelectual (desde el exterior), sino experiencial (desde lo más íntimo) del mundo de las almas sin fe. Llama a los ateos y pecadores «mis hermanos», se une misteriosamente a ellos, vive su noche y su oscuridad, acepta permanecer a su lado y ora en su nombre. Vivió los últimos dieciocho meses de su existencia inmersa en el túnel de la noche oscura. Todo comienza en la noche del Jueves al Viernes Santo de 1896, cuando vomita sangre en la cama. Es el primer síntoma de su tuberculosis, pero nadie se da cuenta hasta que ya es demasiado tarde. Desde ese día, las pruebas físicas y las espirituales se multiplicarán. Escuchémosla a ella:
«Yo gozaba por entonces de una fe tan viva y tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad. No me cabía en la cabeza que hubiese incrédulos que no tuviesen fe. Me parecía que hablaban por hablar cuando negaban la existencia del cielo, de ese hermoso cielo donde el mismo Dios quería ser su eterna recompensa. Durante los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo saber por experiencia que realmente hay almas que no tienen fe, que, por abusar de la gracia, pierden ese precioso tesoro, fuente de las únicas alegrías puras y verdaderas. Permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas, y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, solo fuese ya motivo de lucha y de tormento... Esta prueba no debía durar solo unos días, o unas semanas: no se extinguirá hasta la hora marcada por Dios, y esa hora no ha llegado todavía. Quisiera poder expresar lo que siento, pero, ¡ay!, creo que es imposible. Es preciso haber viajado por este oscuro túnel para comprender su oscuridad» (ms c 5r-6v).
Aquí no estamos ante el conocimiento que transmiten los medios de comunicación, los estudios o la reflexión personal. Teresa dice claramente: «Jesús me hizo saber por experiencia que realmente hay almas que no tienen fe. Permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas». Su vivencia la hace situarse de una manera nueva ante los ateos, los impíos, los pecadores, que ya no son vistos como enemigos a los que hay que descalificar y combatir, sino como hermanos con los que ella se solidariza. De hecho, ora diciendo: «Ten piedad de nosotros». Se atreve a hablar en primera persona plural, a orar en plural, porque hace suyo el sufrimiento de los que viven alejados de Dios, porque se siente una con ellos:
«Tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón para sus hermanos. Acepta comer el pan del dolor todo el tiempo que tú quieras, y no quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres pecadores, antes del día que tú tienes señalado. ¿Pero no podrá también decir en nombre propio y en nombre de sus hermanos: “Ten compasión de nosotros, Señor, porque somos unos pobres pecadores? Haz, Señor, que volvamos justificados”. Que todos los que no viven iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean, por fin, brillar» (ms c 6r).
Al explicar lo que está viviendo, Teresa se compara a sí misma con un pajarito envuelto por la tempestad. Solo ve las nubes que lo rodean, pero él sabe que detrás de las nubes sigue brillando el sol. La fe sigue viva, aunque el alma ya no percibe su luz ni siente su gozo, ya que la oscuridad prevalece sobre la luz. Teresa habla de espesas tinieblas, de túnel oscuro, de un muro que se levanta hasta el cielo. Es verdad que ella reconoce: «A veces, un rayo pequeñito de sol viene a iluminar mis tinieblas, y entonces la prueba cesa un instante» (ms c 7v), pero ordinariamente se encuentra en esa situación que nos ha contado.
La prueba de Teresa es la «noche oscura del alma» de la que han hablado Juan de la Cruz y Teresa de Ávila: Dios es más grande que todo lo que habíamos creído, pensado o gustado. Todas nuestras experiencias anteriores de él se quedan en nada cuando entramos en su presencia de una manera más íntima.
San Juan de la Cruz afirma que algunas personas escogidas, cuando se disponen a entrar en el «matrimonio espiritual», atraviesan antes por una «noche pasiva del espíritu», en la que padecen las «ausencias [del Amado…] muy aflictivas y algunas son de manera que no hay pena que se le compare» (C 17,1). Estas ausencias son tan duras porque antes se ha gozado de las visitas del Señor: «A esto se añade la memoria de las prosperidades pasadas; porque estos, ordinariamente, cuando entran en esta noche han tenido muchos gustos en Dios y le han hecho muchos servicios, y les causa gran dolor ver que están ajenos de aquel bien» (2N 7,1). Al que ha gustado la dulzura del Señor nada le llena y su ausencia se le hace insufrible. Mientras el alma no se una plenamente con su Amado, no puede reposar. Su ausencia (aunque no sea real, pero el alma así lo vive) se convierte en un tormento.
En el caso de Teresa, la noche adquiere una forma original, que corresponde con su personalidad y con su deseo de unirse a los pecadores, de ser su hermana, de sentarse a su mesa. Su gran deseo es permanecer con los que comen el pan de la incredulidad: «Tu hija no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura» hasta que «todos los que no han sido iluminados por la llama luminosa de la fe la vean brillar por fin». El Señor la escucha y se lo concede.
En realidad, sus dudas de fe no son sobre la existencia de Dios (que nunca se cuestionó), sino sobre el cielo, sobre la esperanza en la vida eterna, por la que ella siempre había suspirado, y sobre el consuelo de sentir y gustar la cercanía de su Amado.
Una cosa es experimentar el abandono de Dios, como Cristo en la cruz, y otra dejar de confiar en él. En medio de la oscuridad más densa Teresa no deja de amar a Dios, de abandonarse en sus manos y de interceder por los que no tienen el consuelo de la fe, a los que considera sus hermanos y con los que se siente solidaria.
Cuando le asaltan las tentaciones, Teresa no las secunda, sino que renueva conscientemente su fe y su esperanza, llegando a escribir la fórmula del credo con su propia sangre y afirmando: «Creo que he hecho más actos de fe de un año a esta parte que durante toda mi vida» (ms c 7r). De hecho, poco antes de morir, exclamó: «¡Oh, Dios mío! Sí, es muy bueno, es muy bueno para mí. ¡Oh, sí, eres bueno! ¡Lo sé!». Y murió diciendo: «¡Te amo!... ¡Dios mío, te amo!» (UC 30.9).
Texto tomado de mi libro Santa Teresa de Lisieux. Vida y mensaje, editorial Monte Carmelo, Burgos 2017 (páginas 133-138). Pueden ver la ficha de la editorial en este enlace:
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