Teresa Martin nació en 1873 en Alençon y murió en 1897 en Lisieux, a los 24 años de edad. He leído varias veces que su autobiografía (la Historia de un alma) es el libro más traducido y editado de toda la historia de la humanidad, después de la Biblia. No tengo medios para comprobar si hay otros autores traducidos a más de sesenta idiomas y dialectos, aunque no es muy probable. Lo que sí está claro es que ha sido la santa más citada por los papas que han gobernado la Iglesia después de su muerte y que es una de las mujeres que más ha influido en la evolución de la teología católica hasta el presente.
Su existencia se desarrolló durante el convulso período de finales del siglo XIX, en el que estaban agonizando las estructuras sociales y eclesiales que durante siglos habían caracterizado a la Europa del Antiguo Régimen y se estaba afirmando una manera nueva de comprender las relaciones humanas y la organización de la sociedad. La política, la economía y las ciencias reclamaban su autonomía y rechazaban la tutela que la Iglesia había ejercido sobre ellas hasta entonces.
Este proceso había comenzado con la Revolución francesa (1789-1799), que asumió las ideas de la Ilustración y abolió el sistema feudal y el absolutismo, rechazando el supuesto derecho divino de los reyes a gobernar y afirmando el principio de la soberanía popular. Esto suponía la superación de la alianza tradicional entre el trono y el altar.
El Congreso de Viena (1815) y Napoleón II (1852-1870) intentaron dar por superada la revolución con un proyecto restauracionista que suponía el regreso al régimen anterior. Sin embargo, después de esos breves paréntesis, las ideas liberales terminaron imponiéndose en Europa. En el caso concreto de Francia, en 1871 se instauró la tercera República, en la que progresivamente se acentuó la tendencia revolucionaria.
En los documentos papales, Francia continuaba siendo llamada la «hija predilecta de la Iglesia» y el catolicismo seguía impregnando todos los estratos de la sociedad. La mitad de las escuelas del país estaban regentadas por religiosos, la Iglesia poseía unos cuatro mil centros asistenciales, entre hospitales, orfanatos, asilos de ancianos y otras obras de beneficencia. Además, gestionaba numerosos periódicos y editoriales, por lo que su influencia era notable.
Sin embargo, la situación cambió rápidamente. Para contrarrestar el peso social de la Iglesia católica, se sucedieron las leyes laicistas y las campañas para desacreditarla. La crítica a los dogmas y a las prácticas de piedad se organizó y se hizo feroz por parte de la prensa republicana y librepensadora, que multiplicó folletos y libros en los que frailes y curas eran ridiculizados y presentados como modelo de ignorancia y desenfreno. Las facultades de teología fueron expulsadas de las universidades públicas. Los intelectuales y los políticos querían reducir la fe a una cuestión privada, para que no tuviera repercusiones en la vida social.
Desde 1880 se excluyó a los sacerdotes y a las religiosas de las «juntas de caridad», por lo que ya no podían ser capellanes ni trabajar como enfermeras ni ejercer ningún otro cargo en los hospitales y demás estructuras sanitarias del país, que pasaron a ser todas de titularidad pública.
Desde 1882 se estableció que la educación infantil debía ser pública, universal, gratuita y laica, por lo que se prohibió que sacerdotes y religiosos enseñaran en las escuelas, tanto la religión como las otras materias.
Con el pasar de los años se sucedieron nuevas leyes «anticongregacionales» para terminar con el espíritu cristiano de la sociedad:
- Se prohibió a los militares y a los funcionarios pertenecer a asociaciones católicas y participar en manifestaciones públicas de fe.
- Se exigieron permisos específicos para que las agrupaciones católicas pudieran tener sus reuniones, que progresivamente se fueron denegando hasta prohibirlas totalmente.
- Se cerraron las instituciones caritativas y escuelas de la Iglesia que aún quedaban abiertas (unas quince mil).
- Se obligó a más de veinte mil religiosos y cincuenta mil religiosas a abandonar sus conventos, comenzando por los que realizaban tareas educativas o de asistencia social.
- Se confiscaron los bienes de la Iglesia, incluidos los templos, aunque se permitió que algunos siguieran siendo usados para el culto bajo la supervisión de comisiones de seglares.
- Se nacionalizaron los cementerios y se prohibió enterrar en los conventos. De hecho, santa Teresita fue la primera religiosa del Carmelo de Lisieux enterrada fuera de la clausura, en cumplimiento de estas leyes.
- Se estableció el servicio militar obligatorio para los seminaristas y sacerdotes.
- Se prohibió el uso de la sotana y de los hábitos religiosos en los espacios públicos.
- Otras leyes afectaron al estudio de la religión católica en los seminarios, al descanso dominical, a la situación jurídica del matrimonio canónico, al divorcio, etc.
En definitiva, los religiosos y sacerdotes fueron despojados de sus derechos fundamentales como ciudadanos, y la Iglesia no solo perdió sus privilegios, sino que sufrió una verdadera persecución con el claro propósito de hacerla desaparecer. Esto llegó a su culmen con la ruptura del concordato con la Santa Sede, por lo que Francia renunció a tener relaciones diplomáticas con una institución que no era civilmente reconocida.
Por otro lado, los católicos también sufrían dificultades y persecuciones en otros países del entorno. Especialmente significativa es la situación de Italia: en 1870 los Estados Pontificios fueron anexionados definitivamente a la nueva nación italiana, que estableció su capital en Roma. Las primeras decisiones del nuevo gobierno fueron la incautación de los bienes eclesiásticos y la prohibición de los votos religiosos. Desde entonces y hasta la solución del «problema romano» en 1927, el papa se consideró prisionero en el Vaticano.
En casi toda Europa se impusieron gobiernos liberales que acusaban a los católicos de reaccionarios y de enemigos de la ciencia y el progreso. Por su parte, los católicos consideraban inmorales las leyes que promulgaban sus gobernantes, por lo que normalmente se alinearon con los grupos restauracionistas monárquicos. Se sucedieron los enfrentamientos entre los unos y los otros, y las posturas de ambos grupos se radicalizaron cada vez más.
Ante tantas dificultades muchos abandonaron la fe y, progresivamente, disminuyeron los bautizos, matrimonios y funerales religiosos, así como la práctica dominical y el número de vocaciones consagradas.
Quienes permanecieron en la Iglesia lo hicieron de una manera convencida, por lo que reforzaron sus signos de identidad y se esforzaron para conservar los valores que veían amenazados por la sociedad civil. La fidelidad se identificaba con el mantenimiento de las estructuras y prácticas religiosas heredadas de un pasado idealizado, que se quería conservar a toda costa.
En este contexto, la novedad de la espiritualidad de santa Teresita es asombrosa.
Texto tomado de mi libro Santa Teresa de Lisieux. Vida y mensaje, editorial Monte Carmelo, Burgos 2017 (páginas 11-15). Pueden ver la ficha de la editorial en este enlace:
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