Santa Teresa del Niño Jesús manifiesta en sus escritos una profunda devoción eucarística, cultivada desde la infancia en el seno de su familia. Su padre la llevaba cada tarde a visitar al Santísimo, experiencia que dejó una huella indeleble en su alma. Ella misma recuerda esas visitas con ternura, así como las procesiones del Corpus Christi, en las que arrojaba flores al paso del Señor con inmensa alegría. Desde pequeña comprendió que la eucaristía era el centro de la vida cristiana y el signo más tangible del amor de Dios.
En el hogar de los Martin, la misa dominical ocupaba un lugar esencial, vivida con recogimiento y fervor. Teresa, siendo aún niña, participaba con atención en las explicaciones que su hermana Paulina daba a Celina para prepararla a la primera comunión. Aunque era demasiado pequeña para recibirla, su deseo de hacerlo crecía cada día. En sus cartas infantiles ya expresa su anhelo de acoger a Jesús en su corazón de tal modo que él “no piense ya en volverse al cielo”. Cuando evocó más tarde aquel día decisivo, lo definió como “el primer beso de amor de Jesús a mi alma”, momento en que se sintió amada y se entregó para siempre a él.
Su deseo de comulgar con frecuencia fue constante, a pesar de que en su tiempo no se acostumbraba hacerlo. Ella misma cuenta cómo, apenas un mes después de su primera comunión, pidió y obtuvo permiso para comulgar de nuevo, lo que avivó aún más su hambre eucarística. Comprendía que la comunión no era un simple rito, sino un encuentro íntimo y personal con Jesús. De hecho, el acontecimiento que marcó su conversión espiritual tuvo lugar tras comulgar en la misa de Nochebuena, en la que experimentó la fuerza transformadora del “Dios fuerte y poderoso”.
En sus poesías y cartas abundan referencias al altar, al sagrario, a los vasos sagrados y, sobre todo, al gozo de recibir a Cristo. En la poesía “Mis deseos junto a Jesús, escondido en su prisión de amor”, se compara con los objetos litúrgicos —la llave del sagrario, la lámpara, el cáliz, el pan—, como expresión de su deseo de estar siempre junto a él. Su oración revela una fe viva en la presencia real de Cristo en la eucaristía: “Quédate en mí como en el sagrario. No te alejes nunca de tu pequeña hostia”.
Para Teresa, la eucaristía es ante todo un banquete de amor en el que Jesús convoca a todos sus hijos para alimentarlos con su propia vida. Cristo no permanece en el copón para ser contemplado, sino para habitar en el “cielo del alma humana”, creada a imagen de Dios. Esta convicción contrastaba con la mentalidad de su tiempo, en que los fieles comulgaban raramente. Su testimonio inspiró más tarde a san Pío X a promover la comunión frecuente y a adelantar la edad de la primera comunión.
En su espiritualidad, la comunión tiene un carácter esponsal: es el beso del Esposo divino al alma, la unión íntima en la que el creyente se transforma en Cristo mismo. La eucaristía es, por tanto, fuente de fortaleza y anticipo del cielo, un don que no se concede a los perfectos, sino que sostiene a los caminantes en su peregrinar hacia Dios.
Resumen del capítulo 19 de mi libro: Eduardo Sanz de Miguel, Santa Teresa de Lisieux, vida y mensaje. Editorial Monte Carmelo, Burgos 2017. ISBN 978-84-8353-839-5 (páginas 115-119).

No hay comentarios:
Publicar un comentario