Estamos llegando al final del año litúrgico. El domingo 23 de noviembre celebraremos a Jesucristo, Rey del Universo; y una semana después comenzaremos un nuevo Adviento, con el que la Iglesia nos invitará de nuevo a despertar el corazón y a renovar la esperanza. De momento, en este domingo 33 del Tiempo Ordinario (16 de noviembre), la Palabra de Dios nos recuerda algo esencial: que no pongamos nuestra confianza en las cosas que pasan, sino en aquel que permanece para siempre.
El evangelio nos sitúa ante una escena sorprendente. Algunos admiraban la belleza del templo de Jerusalén (orgullo de la nación, obra grandiosa levantada para la gloria de Dios), y Jesús les dice: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra». Para los oyentes de Jesús, aquello era casi inconcebible: ¿cómo podría desaparecer algo tan sagrado, tan sólido? Pero el Señor quiere enseñarnos que incluso las obras más admirables de la historia humana, incluso lo más estable a nuestros ojos, un día pasará. Solo la Palabra de Dios es eterna; solo su amor no tiene fin.
Ante este horizonte, algunos se inquietan y buscan señales. Entonces Jesús nos tranquiliza: «Esto no sucederá enseguida». A lo largo de la historia no han faltado quienes anuncian catástrofes y predicen fechas para el final del mundo. Es lo mismo que sucedía en tiempos de san Pablo, cuando algunos dejaron de trabajar y vivían en la ociosidad, convencidos de que el Señor estaba a punto de llegar. Pero el apóstol, con la serenidad práctica que le caracteriza, les exhorta en la segunda lectura a «trabajar con tranquilidad», a ganarse el pan de cada día y a cumplir las responsabilidades ordinarias. Es decir: vigilad, sí, pero sin alarmismos ni fantasías. Sed responsables, constantes, fieles.
Y es que mientras caminamos por esta tierra, la mejor preparación para el encuentro definitivo con Cristo es la existencia cotidiana vivida con amor: el trabajo de cada día, la paciencia en las pruebas, la fidelidad en lo pequeño, el cuidado de la familia, el servicio humilde, la oración perseverante.
El Señor está ya con nosotros, acompañando cada paso, dándonos su gracia en la salud y en la enfermedad, en el esfuerzo y en el descanso. Dichosos los que saben descubrirlo en los acontecimientos de cada jornada, porque ellos no temerán cuando él venga en su gloria.
Jesús no quiere asustarnos. Al contrario: nos dice que, cuando todo parezca temblar, levantemos la cabeza, porque se acerca nuestra liberación. La victoria final no será el triunfo del miedo, sino el triunfo del amor. Los cristianos no aguardamos el final con temor, sino con esperanza. Sabemos a dónde vamos: hacia el encuentro con Cristo, hacia la plenitud para la que fuimos creados. No sabemos cuándo sucederá, pero sí sabemos que él es fiel, y que quien persevere hasta el final se salvará.
Continuemos nuestro camino con «determinada determinación», como decía santa Teresa. Caminemos sostenidos por la Palabra, alimentados por el Cuerpo de Cristo, fortalecidos por su bendición. Y vivamos sin miedo, con paz y con confianza, porque el Señor viene… y quienes esperan en él no quedarán defraudados. Amén.

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