Jesucristo afirmó: «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida». Él quiere entregarse a nosotros como alimento espiritual, que nos introduce en la comunión con Dios y nos abre el camino de la vida eterna.
Llamamos «comunión» al acto de recibir el pan eucarístico consagrado, el Cuerpo de Cristo. Aunque toda la misa nos pone en común-unión con Jesús, hemos de reconocer que el momento culminante es cuando Jesús mismo, bajo las especies del pan y del vino, entra sacramentalmente en nosotros.
En realidad, la comunidad cristiana comparte un doble banquete, en el que se alimenta con:
1- Las lecturas de la Palabra de Dios.
2- El pan y el vino consagrados.
Ya san Agustín observó que en la eucaristía se proclama una palabra única (las lecturas de la Biblia), que suena en boca de uno y se reparte sin partirse. Todos comparten el pan de la palabra, cada uno según su capacidad y necesidad; ni a uno le sobra ni a otro le falta. Y compartiéndolo, estrechan su unidad.
Lo mismo sucede con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Él une en el Cuerpo místico de la Iglesia a los que comulgan de un solo pan, que es su Cuerpo sacramental. Uno es el pan y uno es el cáliz; muchos son los que los comparten y, al compartirlos, estrechan la unidad entre ellos.
En el desierto, Dios alimentó al pueblo con el maná: «Alimentaste a tu pueblo con manjar de ángeles, proporcionándole gratuitamente, desde el cielo, pan a punto, de mil sabores, a gusto de todos; este sustento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura, pues servía al deseo de quien lo tomaba y se convertía en lo que uno quería» (Sab 16,20-21).
El maná bastaba para satisfacer la necesidad de cada uno, y no creaba diferencias entre ricos y pobres, ya que cada uno recogía solo lo que necesitaba para ese día, pero no se podía acumular lo que sobraba, tal como cuenta el libro del Éxodo.
El maná era don de Dios, lluvia celeste, y a los hombres solo tocaba recogerlo con agradecimiento: «Moisés dijo: “Este es el pan que el Señor os da para comer. Las órdenes del Señor son que cada uno recoja lo que pueda comer”. [...] Así lo hicieron los israelitas: unos recogieron más y otros menos. Y al medirlo en el celemín, no sobraba al que había recogido más ni faltaba al que había recogido menos. Había recogido cada uno lo que podía comer» (Ex 16,16ss).
Cada día se recogía y consumía la ración cotidiana, pero el viernes se recogía también la ración del día siguiente, porque era día de descanso.
El maná se convierte en imagen del verdadero pan de Dios, como afirma Jesús hablando de sí mismo: «Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Ya san Agustín observó que en la eucaristía se proclama una palabra única (las lecturas de la Biblia), que suena en boca de uno y se reparte sin partirse. Todos comparten el pan de la palabra, cada uno según su capacidad y necesidad; ni a uno le sobra ni a otro le falta. Y compartiéndolo, estrechan su unidad.
Lo mismo sucede con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Él une en el Cuerpo místico de la Iglesia a los que comulgan de un solo pan, que es su Cuerpo sacramental. Uno es el pan y uno es el cáliz; muchos son los que los comparten y, al compartirlos, estrechan la unidad entre ellos.
En el desierto, Dios alimentó al pueblo con el maná: «Alimentaste a tu pueblo con manjar de ángeles, proporcionándole gratuitamente, desde el cielo, pan a punto, de mil sabores, a gusto de todos; este sustento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura, pues servía al deseo de quien lo tomaba y se convertía en lo que uno quería» (Sab 16,20-21).
El maná bastaba para satisfacer la necesidad de cada uno, y no creaba diferencias entre ricos y pobres, ya que cada uno recogía solo lo que necesitaba para ese día, pero no se podía acumular lo que sobraba, tal como cuenta el libro del Éxodo.
El maná era don de Dios, lluvia celeste, y a los hombres solo tocaba recogerlo con agradecimiento: «Moisés dijo: “Este es el pan que el Señor os da para comer. Las órdenes del Señor son que cada uno recoja lo que pueda comer”. [...] Así lo hicieron los israelitas: unos recogieron más y otros menos. Y al medirlo en el celemín, no sobraba al que había recogido más ni faltaba al que había recogido menos. Había recogido cada uno lo que podía comer» (Ex 16,16ss).
Cada día se recogía y consumía la ración cotidiana, pero el viernes se recogía también la ración del día siguiente, porque era día de descanso.
El maná se convierte en imagen del verdadero pan de Dios, como afirma Jesús hablando de sí mismo: «Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
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