martes, 15 de octubre de 2024
Teresa, un maravedí y Dios
Cuando Juan Pablo I era todavía arzobispo de Venecia, escribía una carta mensual a algún personaje del pasado, en la que disertaba sobre su mensaje o iluminaba el presente con la vida y experiencia de aquel. Recuerdo que leí el libro que recoge esas cartas en mi postulantado (1984-1985). Se titula "Ilustrísimos señores". Hoy les propongo la carta que escribió a santa Teresa de Ávila, titulada "Teresa, un maravedí y Dios".
Querida Santa Teresa, octubre es el mes de vuestra fiesta: pensé que me permitirías que me entretuviera con vos por escrito.
El que mira al famoso grupo marmóreo, en el cual Bernini os presenta traspasada por la flecha del Serafín, piensa en vuestras visiones y éxtasis. Y hace bien: la Teresa mística de los raptos en Dios es también una verdadera Teresa.
Pero es también verdadera la otra Teresa que me gusta más: la más cercana a nosotros, la que resulta de la autobiografía y de las cartas. Es la Teresa de la vida práctica ; que prueba nuestras mismas dificultades y las sabe superar con destreza; que sabe sonreír, reír y hacer reír; que se mueve con desenvoltura en medio del mundo y de las situaciones más diversas y todo ello gracias a las abundantes dotes naturales pero, más todavía, a su constante unión con Dios.
Estalla la Reforma protestante, la situación de la Iglesia en Alemania y en Francia es crítica. Vos os dais cruenta y escribís: "Con tal de salvar un alma sola de las muchas que se pierden allá, habría sacrificado mil veces la vida. ¡Pero yo era mujer!”
¡Mujer! Pero que vale por veinte hombres, que no deja algún medio sin intentar y que logra realizar una magnífica reforma interna y con la obra y los escritos influye en toda la Iglesia; ¡la primera y la única mujer que, con Santa Catalina, haya sido proclamada Doctora de la Iglesia!
Mujer de lengua sincera y de pluma elegante y cortante. Teníais un altísimo concepto de la misión de las monjas, pero habéis escrito al padre Gracián: "Por amor de Dios, ¡fíjese bien lo que hace! No crea nunca en las monjas, porque si ellas quieren una cosa, intentan por todos los medios posibles". Y al padre Ambrosio, al rechazar a una postulante, decís: "Usted me hace reír, diciéndome de haber comprendido a aquella alma sólo con verla. ¡No es tan fácil conocer a las mujeres!"
Es vuestra la lapidaria definición del diablo: "Aquel pobre desgraciado, que no puede amar". A don Sancho Dávila : "Distracciones en el rezo del Oficio Divino también yo las tengo… me he confesado de ellas con el padre Domingo Báñez, que me ha dicho que no les hiciera caso. Lo mismo le digo a usted, porque el mal es incurable". Es un consejo espiritual, este, pero consejos los habéis esparcido a manos llenas y de todos los géneros; al padre Gracián, hasta le habéis dado el consejo de montar un asno más dulce en sus viajes, que no tuviera la costumbre de arrojar a los frailes por tierra, ¡o de hacerse atar al asno mismo para no caer!
Insuperable, aún, aparecéis en el momento de la batalla. El Nuncio, nada menos, os hace encerrar en el convento de Toledo, declarándoos “fémina inquieta, vagabunda, desobediente y contumaz…”. Pero desde el convento vuestros mensajes a Felipe II, a príncipes y prelados, deshacen todo ovillo.
Vuestra conclusión: “Teresa sola no vale nada; Teresa y un maravedí valen menos que nada; ¡Teresa, un maravedí y Dios todo lo pueden!”
Para mí, vos sois un caso notable de un fenómeno que se repite regularmente en la vida de la Iglesia Católica.
Las mujeres, o sea, de por sí, no gobiernan. Esto pertenece a la Jerarquía. Pero, muy a menudo, inspiran, promueven y, tal vez, dirigen.
Por una parte, en efecto, el Espíritu “sopla donde quiere”; por otra, la mujer es más sensible a la religión y más capaz de darse generosamente a las grandes causas. De aquí el grandísimo grupo de santas, de místicas y de fundadoras aparecidas en la Iglesia Católica.
Junto a ellas habría que incluir a las mujeres que han impulsado movimientos ascético-teológicos, los cuales influyeron en un radio muy vasto.
La noble Marcela, que dirigió en el Aventino una especie de convento compuesto por patricias ricas y cultas, colaboró con San Jerónimo en la traducción de la Biblia.
Madame Acarie influyó en personajes ilustres como el jesuita Coton, el capuchino de Canfelt, el mismo Francisco de Sales y muchos otros, influyendo en toda la espiritualidad francesa de principios del Seiscientos.
La princesa Amalia de Gallitzin, desde su “Círculo de Münster”, apreciado hasta por Goethe, difundió en toda Alemania septentrional una corriente de vida intensamente espiritual. Sofía Swetchine, rusa convertida, a principios del Ochocientos, apareció en Francia la “directora espiritual” de los laicos y sacerdotes más representativos.
Podría citar otros casos, pero vuelvo a vos que, más que hija, habéis sido madre espiritual de San Juan de la Cruz y de los primeros Carmelitas reformados. Hoy es todo claro y parejo al respecto, pero en vuestros tiempos ocurrió el choque arriba mencionado.
De un lado, estabais vos, rica de carismas, fuerzas ardientes y luminosas concedidas a vos para la Iglesia de Dios; del otro, estaba el Nuncio, o sea, la Jerarquía que debía juzgar la autenticidad de vuestros carismas. En un primer momento, presentadas las informaciones erradas, el juicio del Nuncio fue negativo. Una vez dadas las necesarias explicaciones y examinadas mejor las cosas, estas se aclararon: la Jerarquía aprobó todo y vuestros dones pudieron expandirse en favor de la Iglesia.
Pero de carismas y de Jerarquía se siente hablar tanto también hoy. Especialista cual fuisteis en la materia, me permito extraer de vuestras obras los siguientes principios:
1. Por encima de todo está el Espíritu Santo. De Él vienen sea los carismas sea los poderes de los Pastores; al Espíritu Santo corresponde realizar el acuerdo armónico entre Jerarquía y carismas y promover la unidad de la Iglesia.
2. Carismas y Jerarquía son ambos necesarios para la Iglesia, pero en modo diverso. Los carismas actúan como acelerador, favoreciendo el progreso y la renovación. La Jerarquía debe hacer más bien de freno, a favor de la estabilidad y la prudencia.
3. A veces, carismas y Jerarquía se entrecruzan y superponen. Ciertos carismas, en efecto, son dados sobre todo a los Pastores como los "dones de gobernar” recordados por San Pablo en la primera carta a los Corintios. Viceversa, debiendo la Jerarquía regular todas las etapas principales de la vida eclesial, los carismáticos no pueden sustraerse a su guía con el pretexto de tener carismas.
4. Los carismas no son caza reservada de nadie: pueden ser dados a todos: curas y laicos, hombres y mujeres. Pero otra cosa es poder tener, otra tener de hecho los carismas.
Encuentro escrito en vuestro libro de las Fundaciones (c. VIII, n. 7): “Una penitente afirmaba al confesor que la Virgen iba a visitarla a menudo y se entretenía hablándole más de una hora, revelándole el futuro y muchas otras cosas. Y como entre tantas extravagancias salía alguna verdadera, se consideraba todo como verdadero. Intuí enseguida de qué se trataba… pero me conformé con decirle al confesor que esperara el éxito de las profecías, que se informara del género de vida de la penitente y exigiera otros signos de santidad. En fin… se vio que eran todas extravagancias”.
Querida Santa Teresa, ¡si vinieras hoy! El nombre “carisma” se desperdicia; se distribuyen patentes de “profeta” a más no poder, atribuyendo este título también a los estudiantes que se enfrentan con la policía en las plazas o a los guerrilleros de América Latina. Se pretende oponer los carismáticos a los Pastores. ¿Qué diríais vos de ello, que obedecíais a los confesores aun cuando sus consejos resultaban opuestos a aquellos dados por Dios en la oración?
Y no creáis que yo sea pesimista. Aquello de ver carismas por todos lados espero que sea sólo una moda pasajera. Por otra parte, sé bien que los dones auténticos del Espíritu han sido siempre acompañados de abusos y falsos dones; no obstante ello, la Iglesia ha ido lo mismo hacia adelante.
En la joven Iglesia de Corinto, por ejemplo, había un gran florecimiento de carismas, pero San Pablo se preocupó por algún abuso encontrado. El fenómeno se repitió a continuación en formas aberrantes más vistosas.
Dos mujeres, Priscilla y Maximilla, sostenedoras y financiadoras del Montanismo en Asia, comenzaron predicando “carismáticamente” un despertar moral hecho de grandes austeridades, de renuncia total al matrimonio, de prontitud absoluta al martirio. Terminaron contraponiendo a los obispos los “nuevos profetas”, hombres y mujeres, que “investidos por el Espíritu”, predicaban, administraban los sacramentos, esperaban al Cristo que, de un momento a otro, habría venido a inaugurar el reino milenario.
En tiempos de San Agustín estaba Lucilla de Cartago, rica señora, a quien el obispo Ceciliano había regañado porque, antes de la Comunión, acostumbraba estrechar contra el pecho un pequeño hueso de no se sabe qué mártir. Irritada y resentida, Lucilla indujo a un grupo de obispos a oponerse a su obispo: perdido un proceso ante el episcopado africano, el grupo protestó, sin éxito ante el Papa, luego ante el Concilio de Arles, luego ante el mismo emperador e inició una nueva iglesia. En casi todas las ciudades africanas se vieron así dos obispos, dos catedrales frecuentadas por dos categorías opuestas de fieles que, encontrándose, se daban golpes: de acá los católicos, de allá los donatistas, secuaces de Donato y Lucilla.
Los donatistas se llamaban los “puros”; no se sentaban en el lugar ocupado antes por un católico sin haberlo limpiado con la manga; evitaban como a apestados a los obispos católicos; se apelaban al Evangelio contra la Iglesia, que decían sostenida por la autoridad imperial; instituyeron escuadras de asalto. El mansísimo San Agustín debió una vez apostrofarlos: “Os importa tanto el martirio, ¿por qué no tomáis una cuerda para colgaros?”
En el siglo XVII fueron la monjas de Port Royal. Una de sus Abadesas, la Madre Angélica, había empezado bien: se había “carismáticamente” reformado a sí misma y al monasterio, rechazando de la clausura hasta a los padres. Provista de grandes dotes, nacida para gobernar, se convirtió todavía en el alma de la resistencia jansenista, intransigente hasta el fin ante la autoridad eclesiástica. De ella y de sus monjas se decía : "Puras como ángeles, soberbias como demonios".
¡Cuán lejano es todo esto de vuestro espíritu! ¡Cuál abismo entre estas mujeres y vos! "Hija de la Iglesia" era el nombre que os gustaba más. Lo murmurasteis en el lecho de muerte, mientras, durante la vida, para la Iglesia y con la Iglesia habíais trabajado tanto, ¡aceptando hasta sufrir algo desde la Iglesia!
¡Si enseñarais un poco vuestro método a las “profetisas” de hoy! Octubre de 1974
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