La fiesta de Todos los Santos hunde sus raíces en la memoria agradecida que el pueblo de Dios ha tenido siempre hacia quienes nos precedieron en la fe. Ya en el Antiguo Testamento, Israel invocaba la intercesión de los antepasados justos: «Acuérdate de Abrahán, Isaac y Jacob, siervos tuyos» (Éx 32,13). Con esta misma actitud, los primeros cristianos veneraron a los apóstoles, a los discípulos del Señor y, muy especialmente, a los mártires que habían derramado su sangre por amor a Cristo. En el aniversario de su muerte (considerado su “dies natalis”, su nacimiento a la vida eterna), la comunidad celebraba la eucaristía en acción de gracias por su testimonio y pedía su intercesión.
En los siglos siguientes, la Iglesia de Oriente comenzó a celebrar una fiesta en honor de todos los mártires. Roma adoptó esta tradición y, en el año 609, el papa Bonifacio IV consagró el antiguo Panteón de Agripa (templo pagano dedicado a “todos los dioses”) a la Virgen María y a todos los mártires. Aquel gesto tuvo una profunda carga simbólica: el lugar que antes acogía las imágenes de los dioses falsos se transformó en templo del Dios vivo y verdadero, que comunica su vida a los hombres y los hace partícipes de su gloria.
Con el paso del tiempo, la fiesta se amplió para honrar no solo a los mártires, sino a todos los santos: a esa «muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). En tiempos del papa Gregorio IV (siglo IX), la celebración se fijó el 1 de noviembre, extendiéndose por todo Occidente. Desde entonces, la Iglesia recuerda en una sola solemnidad a todos los que alcanzaron la plenitud de la vida en Dios, tanto a los canonizados como a los innumerables santos anónimos que, cada uno en su estado de vida y circunstancias concretas, vivieron el evangelio con fidelidad y amor.
La liturgia de este día no forma un ciclo independiente, sino que prolonga la celebración del misterio pascual. En los santos resplandece la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Cada uno de ellos, con su vida, demuestra que el evangelio tiene fuerza para transformar al ser humano en cualquier tiempo y cultura.
La fiesta de Todos los Santos tiene, por tanto, un triple sentido:
- En primer lugar, de gratitud y alabanza, porque en los santos se manifiesta la santidad misma de Dios. 
- En segundo lugar, de comunión e intercesión, pues ellos, unidos ya a Cristo, interceden por nosotros y nos acompañan en el camino. 
- En tercer lugar, de esperanza y llamada, porque todos los creyentes estamos llamados a participar de esa misma gloria, viviendo las bienaventuranzas en la vida cotidiana.
El día siguiente, 2 de noviembre, la Iglesia celebra la conmemoración de los fieles difuntos. Ambas fiestas, colocadas una junto a otra, expresan el misterio de la comunión de los santos: los que peregrinamos en la tierra, los que se purifican en el amor de Dios y los que ya gozan de su presencia formamos un único cuerpo en Cristo.
Como decía san Bernardo, el recuerdo de los santos no añade nada a su gloria, pero enciende en nosotros el deseo de seguir sus huellas. Su ejemplo y su intercesión nos invitan a levantar la mirada hacia el cielo, a buscar las cosas de arriba y a vivir con la esperanza de compartir un día su dicha eterna, cuando Dios «enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 21,4).

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