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lunes, 20 de octubre de 2025

Teresa de Lisieux: la justicia y la misericordia de Dios


Santa Teresa de Lisieux ofrece una comprensión original y evangélica del misterio de la justicia divina, distinta de las concepciones predominantes en su tiempo y clave para entender tanto su vida espiritual como sus enseñanzas. 

Tradicionalmente, la justicia de Dios se ha interpretado en términos humanos, como justicia distributiva: premiar a los buenos y castigar a los malos. Esta visión, que alimentó el «temor de Dios» entendido como miedo al castigo, marcó durante siglos la teología de la redención. 

San Anselmo enseñaba que el pecado es una ofensa infinita a Dios que solo puede ser reparada por un ser infinito: Cristo. Lutero, desde otra perspectiva, afirmaba que Jesús sufrió en la cruz el castigo que merecían los hombres. Estas ideas —la «satisfacción vicaria» y la «sustitución penal»—, aunque no totalmente incorrectas, resultan incompletas, y seguían vigentes en el siglo XIX, configurando buena parte de la espiritualidad dominante.

En el Carmelo francés de la época, esta teología se traducía en prácticas concretas: muchas religiosas se ofrecían como víctimas a la justicia divina, deseosas de atraer sobre sí los castigos merecidos por los pecadores. Teresa conocía bien esa mentalidad, pero no se sentía inclinada a seguirla. Meditando la Palabra de Dios, fue descubriendo una comprensión más profunda y transformadora de la justicia divina, que iluminó toda su visión de la encarnación, la redención y la vida cristiana.

Teresa comprende que en Dios no puede existir oposición entre justicia y misericordia. Si aplicamos la idea de justicia a las criaturas —un naranjo es justo cuando da naranjas, un rosal cuando produce rosas—, entonces Dios, que es amor, es justo precisamente cuando ama; es justo cuando perdona, cuando tiene misericordia, cuando actúa conforme a su ser. Por eso ve la máxima expresión de la justicia divina en el padre del hijo pródigo, que no castiga, sino que perdona y restituye la dignidad perdida. Citando el salmo 103, Teresa subraya que Dios no nos trata como merecen nuestros pecados, sino que tiene en cuenta nuestra debilidad y la fragilidad de nuestra naturaleza.

Este descubrimiento llena su alma de alegría y confianza. Llega a decir que todas las perfecciones divinas se le presentan «radiantes de amor» y que incluso la justicia le parece «revestida de amor». Así, ya no tiene miedo a Dios: el mismo Dios infinitamente justo que perdonó al hijo pródigo será justo también con ella, que permanece a su lado. Por eso Teresa no se ofrece como víctima a la justicia, sino al amor misericordioso de Dios. Su mirada se desplaza de lo que el ser humano hace para aplacar a Dios a lo que Dios hace por amor al ser humano. No busca calmar una supuesta ira divina, sino acoger y dejarse transformar por el amor que Dios quiere derramar sobre el mundo.

En una oración ardiente, Teresa pide ser esa «víctima dichosa» que reciba las oleadas de ternura divina rechazadas por tantos corazones, permitiendo así que el amor de Dios no quede «encerrado en su corazón». Ella explica que la justicia de Dios, lejos de infundirle miedo, es motivo de alegría y confianza, porque él «conoce nuestra masa» y «se acuerda de que somos barro». Su camino espiritual se resume en estas palabras: «Mi camino es todo él de confianza y de amor». Frente a tratados espirituales complejos y exigentes, Teresa prefiere la sencillez del evangelio: basta con reconocerse pequeño y abandonarse en los brazos de Dios como un niño.

Esta nueva percepción de la justicia divina aparece en todos sus escritos. En una recreación navideña, el «ángel del juicio» proclama un Dios vengador, pero Jesús mismo lo interrumpe: «Baja tu espada… El rocío divino de mi sangre purificará a mis elegidos». Así resume Teresa su fe: la justicia de Dios no es castigo, sino amor fiel que perdona, levanta y salva.

Resumen del capítulo 11 de mi libro: Eduardo Sanz de Miguel, Santa Teresa de Lisieux, vida y mensaje. Editorial Monte Carmelo, Burgos 2017. ISBN 978-84-8353-839-5 (páginas 67-74).

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