El evangelio de la misa del domingo 30 del Tiempo Ordinario, ciclo "c", habla del fariseo orgulloso y del pecador humilde. Aquí lo cuentan los Valiván.
El contenido ya lo conocen: dos hombres suben al templo: uno con las manos llenas de méritos, otro lleno de pecados. El primero se alza erguido y reza mirándose a sí mismo; enumera sus virtudes como trofeos ante Dios y se compara con los demás desde su pedestal. El segundo, en cambio, se queda atrás, como quien no se atreve a entrar del todo. No levanta los ojos porque sabe que no tiene nada que mostrar, y solo deja brotar de sus labios una súplica sencilla: «Señor, ten compasión de mí, que soy pecador».
Y he aquí el milagro: el que parecía justo regresa con su orgullo intacto, pero sin haber encontrado a Dios; el que se sabía indigno vuelve a casa justificado, envuelto en la misericordia. Porque Dios no mira el brillo de nuestras obras, sino la verdad de nuestro corazón.
La oración que sube al cielo no es la del que presume, sino la del que se reconoce pequeño. Solo el vacío puede ser llenado, solo la herida puede ser curada. Quien se exalta queda atrapado en sí mismo; quien se humilla abre un espacio infinito a la gracia. Así ora el alma que ama: no presumiendo de su perfección, sino mendigando amor.
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