Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 23 de octubre de 2025

Teresa de Lisieux: Las manos vacías


Al inicio de su vida espiritual, Teresa de Lisieux concebía la santidad como una conquista ardua, un combate heroico que exigía sufrimiento, penitencia y esfuerzo personal. Le impactaron las palabras de su director espiritual, quien afirmaba que «la santidad hay que conquistarla a punta de espada». También sus hermanas y los libros de espiritualidad le repetían que los sufrimientos eran «tesoros» con los que se podían «comprar» gracias, y Teresa se entregó con entusiasmo a acumularlos. 

Sin embargo, su conciencia extremadamente delicada la hacía sufrir por sus pequeñas faltas, lo que la llevó a creer que nunca alcanzaría la santidad que anhelaba. A pesar de que su confesor le aseguraba reiteradamente que nunca había cometido pecado mortal, sus temores persistían.

Este esfuerzo centrado en sus propias obras terminó llevándola a una crisis decisiva: reconoció que por sí misma no podía alcanzar la santidad. Este descubrimiento, lejos de hundirla, fue el punto de partida de una transformación profunda. Abandonó la confianza en sus méritos y se abrió a la gracia de Dios. 

Si en su primera conversión, a los catorce años, había comprendido que la caridad es olvidarse de sí misma para amar sin esperar nada, ahora, en esta segunda conversión, entendió que la santidad no depende en primer lugar de cuánto ama ella, sino de cuánto la ama Dios. No se trata de hacer cosas para merecer su amor, sino de acogerlo.

La meditación de la Palabra de Dios fue clave en este proceso. Teresa descubrió que Jesús es el único Salvador y que su amor redime al mundo. Su sufrimiento tiene un valor infinito porque fue vivido con un amor infinito. Por ello, el camino espiritual consiste en recibir ese amor y transmitirlo a los demás. En sus cartas expresa esta nueva comprensión: «El mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino en recibir y amar mucho». La perfección consiste en dejar que Jesús actúe y en hacer su voluntad, no en multiplicar actos de virtud. La santidad es sencilla: amar sin mirarse a sí misma ni examinar obsesivamente los propios defectos.

Este cambio de perspectiva la llevó a abandonar la lógica del mérito. Teresa comprendió que Dios no necesita nuestras obras, sino solo nuestro amor. Las buenas acciones no sirven para «ganar» el cielo y los pecados de quien confía en él son como «una gota de agua en una hoguera». 

La santidad, enseñará a sus hermanas, no consiste en prácticas exteriores, sino en un corazón humilde, pequeño y confiado en la bondad del Padre. La lectura del «Cántico espiritual» de san Juan de la Cruz reforzó esta convicción: nuestras obras no añaden nada a Dios, cuyo único deseo es engrandecernos.

Con el tiempo, Teresa decide presentarse ante Dios «con las manos vacías», sin reclamar méritos, confiando solo en su misericordia. En su «Acto de ofrenda al Amor misericordioso» declara: «No te pido que lleves cuenta de mis obras… quiero revestirme de tu justicia y recibir de tu amor la posesión eterna de ti mismo». Esta actitud marcó toda su vida y fue su alegría: al no tener nada, lo recibiría todo de Dios.

En sus últimos meses, Teresa expresó con serenidad esta pobreza radical: «No puedo apoyarme en nada, pero esta pobreza es para mí una riqueza y una fuerza». Saber que no tiene nada propio la libera y le da una paz inmensa, porque su única riqueza es Dios mismo. Esta conciencia ilumina el sentido de su «caminito», un camino «totalmente nuevo» basado en la confianza absoluta, la pequeñez y el abandono filial en el amor del Padre.

Resumen del capítulo 14 de mi libro: Eduardo Sanz de Miguel, Santa Teresa de Lisieux, vida y mensaje. Editorial Monte Carmelo, Burgos 2017. ISBN 978-84-8353-839-5 (páginas 87-92).

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