Algo más de un centenar de peregrinos de la diócesis de Osma-Soria a los que se unieron personas de otras tierras de España y América, hemos caminado juntos, como una sola familia guiada por la fe. Durante la primera semana, hemos recorrido los lugares donde la Iglesia se edificó sobre el testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo, y se fecundó con la sangre de los mártires y de innumerables santos a lo largo de los siglos. En este itinerario, el arte, la historia y la oración se entrelazaron con naturalidad.
En Roma, corazón palpitante de la cristiandad, cada piedra habla. En la plaza de San Pedro, durante la audiencia general con el papa León XIV, sentimos el abrazo materno de la Iglesia, que acoge bajo su inmensa columnata a hijos de todas las lenguas y naciones. En las cuatro basílicas papales (San Pedro, San Pablo Extramuros, San Juan de Letrán y Santa María la Mayor), así como en las de Santa Cruz de Jerusalén y santa maría en Trastévere, el pasado se hace presente, ya que la fe de los apóstoles sigue ardiendo en ellas como un fuego que no se apaga. Bajo las bóvedas de la Capilla Sixtina, en las catacumbas y en las celebraciones eucarísticas compartidas, hemos comprendido que el cristianismo no es solo una doctrina, sino una comunión viva, un amor que vence al tiempo.
Las plazas romanas nos hablaron con su lenguaje de agua, piedra y luz. En ellas el arte se hace oración y la belleza se convierte en evangelio. Cada fuente parecía recordarnos que el Espíritu sigue manando en el corazón del mundo, purificando, renovando, fecundando la esperanza. Roma nos mostró su alma eterna: ciudad de mártires y artistas, de santos y pecadores, de peregrinos y turistas, donde todo, incluso el bullicio, puede volverse plegaria.
También nos acercamos a Asís, donde veneramos los sepulcros y recuerdos de san Francisco y santa Clara, disfrutando de sus hermosos edificios medievales, que aún respiran el espíritu de fraternidad y pobreza del “Poverello”.
Después de la primera semana, algunos regresaron a España y otros descendimos hacia el sur, prolongando la peregrinación. En Lanciano contemplamos el milagro eucarístico que hace visible el misterio: el pan y el vino transformados en carne y sangre, testimonio de que Cristo está realmente presente entre nosotros. En San Giovanni Rotondo, san Pío de Pietrelcina nos recibió con sus llagas y su llamada a la conversión. En Bari veneramos los restos de san Nicolás, puente entre Oriente y Occidente, signo de la unidad que el Espíritu teje más allá de las fronteras.
Los caminos nos condujeron también hacia la historia más antigua. En Matera, ciudad excavada en la roca, descubrimos el evangelio de la tierra: de las cuevas que fueron refugio brota la luz que enseña a renacer. Aquella piedra, redimida del abandono, nos habló de la gracia que transforma la ruina en belleza. Paestum, con sus templos griegos, nos recordó que el deseo de lo divino late en el corazón humano desde siempre. En Herculano, sepultada por la erupción del Vesubio el año 79, la vida cotidiana quedó detenida en un instante, como testimonio de la fragilidad y del misterio del tiempo.
Nápoles, con su vitalidad ardiente al pie del volcán, nos mostró un rostro de fe popular y apasionada, donde la Virgen y los santos conviven con el clamor de las calles. Allí comprendimos que Dios habita también el bullicio, la risa y el trabajo, el pan compartido y la música de la vida.
Esta peregrinación ha sido más que un viaje: ha sido un sacramento de encuentro. Hemos celebrado la eucaristía junto a las tumbas de los apóstoles y de los mártires, hemos rezado en los templos y en el autobús, contemplado los mares Tirreno y Adriático. Hemos compartido mesa, cansancio y alegría, sabiendo que cada uno recibe según como lleve su vaso, tal como enseñaba san Juan de la Cruz: la fuente divina mana siempre, y solo pide corazones abiertos, capaces de descubrir y acoger su presencia en cada lugar y en cada acontecimiento.
Al volver a nuestras casas, sabemos que la peregrinación continúa. Roma y el sur de Italia quedan atrás, pero el camino del alma sigue adelante. Que el Señor, que nos ha reunido como pueblo en marcha, mantenga encendida la llama de esta experiencia; que cada jornada, por ordinaria que parezca, sea vivida como un nuevo paso hacia él. Y que María, Madre de la Iglesia y estrella del mar, nos enseñe a custodiar la fe y a servir con alegría. Quiera Dios que, al mirar atrás, podamos decir con gratitud: “Hemos sido peregrinos de esperanza, y en cada piedra, en cada rostro, en cada amanecer, hemos encontrado a Dios”. Amén.









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