Como todos sabemos, el cristianismo no es, en primer lugar, un conjunto de doctrinas o de normas morales, sino una persona: Jesús de Nazaret y la Buena Noticia de su amor. Este es el corazón del mensaje cristiano, este es el evangelio: Jesús siempre viene a nuestro encuentro y podemos encontrarlo. O, mejor, Jesús viene siempre a mi encuentro y yo puedo encontrarlo, tal como enseña san Juan de la Cruz:
«¡Oh, Señor, Dios mío!, ¿Quién te buscará con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad? Pues tú te muestras primero y sales al encuentro de los que te desean». (Dichos de luz y amor, 2).
Cuando no te encuentro en mi vida, ¿será porque mi amor no es «puro y sencillo» o porque no te deseo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas? Señor Jesús, limpia mi corazón y no te canses de salir a mi encuentro.
Si el Señor viene a nuestro encuentro y llama a nuestras puertas, es natural que la Biblia y la Iglesia nos inviten a velar en todo momento, para evitar que su llegada pase desapercibida:
- «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24,42).
- «Vigilad, pues no sabéis cuándo es el momento» (Mc 13,33ss).
- «Estad siempre despiertos» (Lc 21,35).
- «Ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer…» (Rom 13,11ss).
La Biblia nos invita a «velar», a «vigilar», a «estar en vela», a «despertar». Esto equivale a tener abiertos los ojos, no quedarse en lo superficial, en las apariencias, sino buscar la presencia escondida del Señor en nuestra vida, en los acontecimientos, en el mundo. El Señor vendrá cuando menos lo esperemos. Pero no se trata solo de la venida final, sino que debemos estar atentos a su venida presente, ya que él está viniendo en cada momento.
San John Henry Newman escribió un precioso sermón en el que se pregunta qué significa velar. Comienza con una reflexión vivencial sobre los sentimientos del que espera a alguien. Continúa diciendo que, si el esperado es Cristo, estar en vela tiene que ver con el enamoramiento, con el deseo de encontrarle y de servirle en todos los acontecimientos: «¿Sabes lo que es vivir pendiente de una persona que está contigo, de forma que tus ojos van detrás de los suyos, lees en su alma, percibes todos los cambios en su semblante, anticipas sus deseos, sonríes cuando sonríe y estás triste cuando está triste, y estás abatido cuando está enfadado y te alegras con sus éxitos? Estar vigilante ante la venida de Cristo es un sentimiento parecido a todos estos, en la medida en que los sentimientos de este mundo son aptos para reflejar los del otro. Está vigilante ante la venida de Cristo la persona que tiene una mente sensible […], que lo busca en todo cuanto sucede» (J.H. Newman, A la espera del Amigo).
A nuestro alrededor vemos violencia, crisis, corrupción, escándalos, desánimo... Todo eso es verdad, pero no es toda la verdad. En nuestras vidas también hay muchos signos de bendición: avances en la medicina, en los medios de comunicación, personas solidarias, servidores buenos del evangelio, personas que perseveran en la fe, a pesar de las dificultades... Tenemos que aprender a mirar con atención, para descubrir la presencia del Señor y de su bendición en nuestras vidas, para percibir los signos de su llegada.
Antonio Machado recoge estas ideas en un hermoso poemilla (Proverbios y cantares, XXXIV), en el que nos invita a estar despiertos, a acoger al Señor en el momento presente, en todo momento:
Yo amo a Jesús, que nos dijo: / «Cielo y tierra pasarán;
cuando cielo y tierra pasen, / mi palabra quedará».
¿Cuál fue, Jesús, tu palabra? / ¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron / una palabra: «Velad».
Como no sabéis la hora / en que os han de despertar,
os encontrarán dormidos / si no veláis: ¡despertad!
Señor, abre mis ojos para que pueda contemplar la belleza de tu rostro. No permitas que siga en la oscuridad, ¡despiértame! Sana mi ceguera y mi sordera, para que pueda verte y oírte, para que pueda acogerte en mi vida.
Especialmente en Adviento, los cristianos celebramos que el Hijo de Dios vino a la tierra, haciéndose hombre, hace más de 2000 años, y que volverá al fin de los tiempos, para llevar a plenitud su obra de salvación. Mientras tanto, él sigue viniendo a nuestro encuentro cada día, cada momento, y nos pide que estemos atentos para descubrir sus venidas y acogerlo en nuestras vidas. Por eso, nos dice: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3,20).
Meditando en la venida pasada de Cristo y preparando su venida futura, aprendemos a reconocer su venida presente. Comprendemos que Cristo está viniendo en cada acontecimiento y que tenemos que estar despiertos para acogerle. Para quien lo recibe en la fe, su venida se convierte en salvación. Quien lo rechaza, pierde la hermosa oportunidad que se le ofrece.
Durante el Adviento, la Iglesia mira al pasado: a las esperanzas de Israel, a las promesas de los profetas y a su cumplimiento en Cristo: el Hijo de Dios se hizo hombre para que los hijos de los hombres pudiéramos llegar a ser hijos de Dios. Porque Jesús vino y se ha quedado entre nosotros, en nuestros días no es necesario subir al cielo o bajar al abismo para encontrar a Dios (cf. Rom 10,6-7). Él permanece a nuestro lado todos los días, hasta el fin del mundo.
En Adviento, al mismo tiempo que se hacen presentes las obras pasadas de Dios, la Iglesia mira al futuro: a la manifestación gloriosa de Cristo y a la nueva Jerusalén, que descenderá del cielo; cuando la humanidad redimida entrará en el Paraíso verdadero, del que el jardín del Edén era solo anuncio profético, y vivirá la vida de Dios para siempre. Cumpliendo sus promesas, Jesús vendrá para llevar a plenitud su obra salvadora.
Pero, sobre todo, la Iglesia mira al presente, ya que Jesús viene, él viene siempre, cada día, en todo momento. Por eso, la Sagrada Escritura llama a Jesús «el que es, el que era y el que viene» (Ap 1,8) y dice que «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Ayer vino a la tierra para salvarnos, hoy sigue ofreciéndonos la salvación y mañana vendrá para llevar a plenitud su obra salvadora.
Es significativo que las primeras oraciones del Adviento inviten a tomar conciencia de la perenne actualidad de la visita de Dios: «Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, viene Dios, nuestro salvador». La Iglesia comienza su año litúrgico afirmando que Dios viene. Anuncia que el mismo que nació en Belén y volverá para llevar todo a plenitud, viene hoy. Viene porque somos importantes para él. Viene para liberarnos de todo lo que nos impide ser felices. Viene para darnos su vida eterna. Esta venida actual hace significativo el Adviento y asegura que el cristianismo no es solo una hermosa utopía.
A pesar de nuestros continuos desplantes, el Señor no se cansa de llamar a nuestra puerta y de solicitar nuestro amor. En cada nuevo Adviento, la Iglesia lo recuerda. La conciencia de su propia fragilidad despierta en ella el deseo de la definitiva venida de Cristo, de su redención plena. Mientras tanto, la misericordia que mostró en su venida histórica y el amor que demuestra en sus continuas venidas presentes, hacen crecer en ella la esperanza y brotar la verdadera alegría, que no surge de las conquistas humanas, sino de la generosidad del Señor, ya ampliamente experimentada por nosotros. ¡Bendito seas, Jesús, que viniste al mundo en la pobreza de Belén, que volverás revestido de gloria en el momento oportuno, que sigues viniendo cada día para ofrecerme la salvación!
San Bernardo de Claraval trató varias veces el tema de la triple venida del Señor en sus sermones, explicando las características de cada una de ellas. Mientras que la primera y la última son visibles, la intermedia no lo es, por lo que puede pasar desapercibida si no estamos atentos: «En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres... En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella solo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan… Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en esta, es nuestro descanso y nuestro consuelo».
Santa Isabel de la Trinidad dice que la vida de las carmelitas (y de todos los cristianos) es un continuo Adviento, un perenne prepararnos para acoger a Jesús, que viene a salvarnos, y para dejarle nacer en nuestros corazones.
Imitando a la Virgen María, modelo del Adviento, nos fiamos de las promesas de Cristo, incluso cuando no las comprendemos totalmente, y oramos con humildad para que adelante su venida. Somos conscientes de que necesitamos a Jesús en nuestras vidas y de que sin él no podemos nada; por eso, en los cantos del Adviento insistimos: «Ven, Señor, no tardes en llegar». Que él nos conceda estar siempre con las lámparas encendidas, preparados para acogerlo cuando venga a nuestro encuentro. Amén.
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