Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 25 de octubre de 2012

Comentario al Credo (6)

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y descendió a los infiernos. «Jesús de Nazaret fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo y pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Así resume san Pedro la vida de Jesús, que los evangelios cuentan con detalle: Jesús pasó por el mundo «haciendo el bien»: sanaba a los enfermos, perdonaba los pecados, anunciaba a todos el amor del Padre. A pesar de todo, las autoridades de la época lo acusaron de falso profeta y de blasfemo: «Tú, siendo hombre, te haces igual a Dios» (Jn 10,33). Aquí no hay motivaciones políticas, sino estrictamente religiosas: «Jesús colocó a su entorno ante una cuestión decisiva: o bien Él actuaba con poder divino, o bien era un impostor, un blasfemo, un infractor de la ley y debía rendir cuentas por ello» (Youcat 96).

A pesar de que los hombres entregaron a Jesús a la muerte, la Biblia nos dice que (aún sin saberlo) estaban cumpliendo con un misterioso plan divino: Jesús fue «entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto» (Hch 2,23). Jesús mismo lo explicó al hablar del buen pastor, que «da la vida por sus ovejas […]. Como buen pastor, yo doy la vida por mis ovejas […]. El Padre me ama porque yo doy la vida. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y para recuperarla» (Jn 10,11-18). Antes de su pasión, Jesús tuvo una enseñanza que ayuda a comprender lo que venimos diciendo: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús da su vida, como un grano de trigo, para que otros reciban vida. Nadie le quita la vida, Él la «entrega» voluntariamente. Por eso dice en la Última Cena: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros» (Lc 22,19). Por eso san Pablo exclama: «vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí» (Gal 2,20) y san Juan: «en esto consiste el amor de Dios, en que Él ha entregado a su Hijo a la muerte por nosotros» (1Jn 4,10; cf. 4,19).

San Pablo, reflexionando sobre la muerte de Cristo, afirma que «murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Cor 15,3). Que «murió según las Escrituras» significa que estaba cumpliendo un proyecto eterno de Dios, tal como se recoge en la Biblia. Que «murió por nuestros pecados» significa que la muerte de Cristo es la manifestación de un amor que nos desborda, ya que Él ha muerto por nosotros, para darnos el perdón y la vida eterna, tal como afirma san Pedro: «Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,23-24).

Cuando los primeros cristianos decían que Jesucristo «descendió a los infiernos» se referían en primer lugar a que Jesucristo murió de verdad, ya que llamaban «infiernos» al lugar de los muertos: Jesucristo ha asumido realmente nuestra naturaleza hasta las últimas consecuencias y también ha participado de la experiencia de la muerte. Además, los Padres de la Iglesia dicen que Cristo descendió al lugar de los muertos para anunciar la salvación también a todos los que habían muerto antes de su venida a la tierra, para abrirles las puertas de la salvación.

«El Misterio Pascual de la cruz y de la resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de "una vez por todas" por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 571). 

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