Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 11 de septiembre de 2025

Creo en el perdón de los pecados. 18- La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas


Jesús perdonó los pecados y encargó a la Iglesia que hiciera lo mismo: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23). El perdón de los pecados va íntimamente unido al anuncio del evangelio, que no es una filosofía o una moral, sino la buena noticia del amor de Dios por los hombres, que está dispuesto a perdonar sus pecados y a darles nueva vida. En primer lugar esto sucede por el bautismo. San Pablo dice que, por medio del bautismo, morimos al pecado y renacemos para la vida eterna (Rom 6,3ss).

Pero la misericordia de Dios desborda nuestras expectativas: él sigue ofreciéndonos su perdón y su bendición todos los días. Mediante el ministerio del sacerdote, en el sacramento de la penitencia (también llamado sacramento de la reconciliación o de la confesión) verdaderamente se concede al pecador arrepentido el perdón de sus pecados cometidos después del bautismo. Por eso dice san Pablo: «Nosotros hacemos de embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortase por medio de nosotros. Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5,20). La ley de la Iglesia pide a todos los cristianos que se confiesen al menos una vez al año, por Pascua de resurrección, pero es conveniente hacerlo más a menudo, para recibir la gracia de Dios y crecer en su amistad.

Detengámonos en unas enseñanzas del papa Francisco sobre la necesidad de confesarnos con un sacerdote: «Muchas personas tal vez no comprenden la dimensión eclesial del perdón, porque domina siempre el individualismo, el subjetivismo, y también nosotros, los cristianos, lo experimentamos. Cierto, Dios perdona a todo pecador arrepentido, personalmente, pero el cristiano está vinculado a Cristo, y Cristo está unido a la Iglesia. Para nosotros cristianos hay un don más, y hay también un compromiso más: pasar humildemente a través del ministerio eclesial. Esto debemos valorarlo; es un don, una atención, una protección y también es la seguridad de que Dios me ha perdonado. Yo voy al hermano sacerdote y digo: “Padre, he hecho esto...”. Y él responde: “Yo te perdono; Dios te perdona”. En ese momento, yo estoy seguro de que Dios me ha perdonado. Y esto es hermoso, esto es tener la seguridad de que Dios nos perdona siempre, no se cansa de perdonar. Y no debemos cansarnos de ir a pedir perdón. Se puede sentir vergüenza al decir los pecados, pero nuestras madres y nuestras abuelas decían que es mejor ponerse rojo una vez que no amarillo mil veces. Nos ponemos rojos una vez, pero se nos perdonan los pecados y se sigue adelante. El perdón de Dios que se nos da en la Iglesia, se nos transmite por medio del ministerio de un hermano nuestro, el sacerdote; también él es un hombre que, como nosotros, necesita de misericordia, se convierte verdaderamente en instrumento de misericordia, donándonos el amor sin límites de Dios Padre» (Audiencia, 20-11-2013).

«El bautismo es el primero y principal sacramento para el perdón de los pecados: nos une a Cristo muerto y resucitado y nos da el Espíritu Santo. Por voluntad de Cristo, la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los bautizados y ella lo ejerce de forma habitual en el sacramento de la penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros» (Catecismo, 985-986).

Puntos para la reflexión y oración

Si ya soy hijo de Dios, debería vivir como corresponde a quienes han recibido una dignidad tan grande. ¿Soy consciente del gran don que se me ha dado en el bautismo?, mi vida ¿es consecuente con dicha dignidad?

En el Padre nuestro, decimos: «perdona nuestra ofensas». La versión antigua en español recogía la palabra «deudas», que es la traducción literal del texto usado por Mateo. Por su parte, Lucas utiliza el término «pecados». Los tres términos están relacionados, ya que nuestras ofensas o pecados son deudas ante Dios. Algunos textos tomados de la predicación del Señor nos pueden ayudar a comprenderlo. Por ejemplo, la parábola de los talentos (cf. Mt 25,14-30) dice que todos hemos recibido de Dios algunos dones o capacidades que tenemos que desarrollar. Cuando el Señor pide cuentas a sus empleados, felicita a los que así lo han hecho y llama «malvado» al siervo perezoso, porque no ha hecho fructificar los talentos recibidos. En otro lugar dice que el árbol que no produce frutos buenos debe ser cortado y echado al fuego (cf. Mt 7,19). Lo mismo sucede con el sarmiento que no da fruto (cf. Jn 15,2). Y en el juicio, los hombres darán cuenta de las cosas malas que hicieron, pero también de las cosas buenas que dejaron de hacer: «Tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, estuve desnudo y no me vestisteis…» (Mt 25,42ss).

Nuestros pecados, positivos (las cosas malas que hacemos) o de omisión (las cosas buenas que no hacemos), son muchos y muy variados; principalmente consisten en que no hemos acogido la recomendación de san Pablo: «Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Cor 6,1). Avergonzados, reconocemos que la gracia de Dios se ha derramado demasiadas veces «en vano» sobre nosotros.

No podemos engañarnos pensando que somos justos ante Dios, ni sentirnos autosuficientes en su presencia. Por el contrario, siempre necesitamos de su misericordia, por lo que suplicamos el perdón: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos; pero si reconocemos nuestros pecados Dios, que es fiel y justo, perdonará nuestros pecados y nos purificará» (1Jn 1,8-9).

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se insiste en la universalidad del pecado y en la necesidad del perdón: «Todos están bajo el pecado, tanto los judíos como los gentiles» (Rom 3,9). Solo el que sabe que su enfermedad es grave acudirá al médico y aceptará someterse al tratamiento que le prescriba. Igualmente, solo quien comprende la gravedad de su pecado puede pedir perdón, solo quien se sabe perdido puede acoger al Salvador, rezando con el salmista: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado. […] Contra ti solo pequé…» (Sal 51 [50],1ss).

Dado que no siempre vivo como corresponde a un hijo de Dios, ¿recibo periódicamente el perdón de los pecados, participando en el sacramento de la Penitencia? Dios me ofrece siempre su perdón, ¿soy yo capaz de perdonar a los que me han ofendido?

Himno de la liturgia de las horas

Cuando, vuelto hacia ti, de mi pecado
iba pensando en confesar –sincero–
el dolor desgarrado y verdadero
del delito de haberte abandonado;

cuando, pobre, volvíme a ti, humillado
me ofrecí como inmundo pordiosero;
cuando, temiendo tu mirar severo,
bajé los ojos, me sentí abrazado.

Sentí mis labios por tu amor sellados
y ahogarse, entre tus lágrimas divinas,
la triste confesión de mis pecados.

Llenóse el alma en luces matutinas
y, viendo ya mis males perdonados,
quise para mi frente tus espinas.


Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, ISBN: 978-84-8353-865-4 (páginas 157-162).

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