Desde nuestra experiencia, sabemos lo que es un padre y podemos hacernos una idea de la primera persona de la Santísima Trinidad (aunque imperfecta). También tenemos experiencia de lo que significa ser hijo y, mirando a Jesús, podemos comprender algo sobre la segunda persona de la Santísima Trinidad (aunque siempre nos quede lo más y mejor por descubrir). Pero no tenemos puntos de referencia para hablar del Espíritu Santo. Él no tiene forma ni figura, ni encontramos analogías para explicar su misterio. La misma palabra «Espíritu» puede ser aplicada también al Padre y al Hijo. Y con la calificación «Santo» sucede lo mismo: también el Padre y el Hijo lo son.
Al Espíritu Santo no lo podemos conocer por lo que es en sí mismo, sino por sus efectos, por su obra en la creación, en la historia de la salvación, en el misterio de la Iglesia y en nosotros mismos, ya que el Espíritu es la acción misma de Dios: el Poder con el que Dios actúa, la Gracia por la que Dios es gracioso, el Amor con el que Dios ama. Es como el viento: no lo vemos, pero sí que sentimos que nos mueve las ropas y el pelo y lo escuchamos cuando mueve las ramas de los árboles.
La palabra hebrea «Ruah» significa originalmente «soplo», «aliento», «aire», «viento». Tiene un profundo sentido dinámico. En hebreo es de género femenino, por lo que su relación con la vida, con la generación, es muy fuerte. Se habla del Espíritu que «invade» (Núm 24,2), «llena» (Dt 34,9), «se apodera de» (Jc 6,34), «empuja» (Jc 13,25), «irrumpe sobre» (Jc 14,6.19), «se aparta de» y «se adueña de» (1Sam 16,14ss), «lleva lejos» (1Re 18,12), «arroja» (2Re 2,16), «se derrama» desde arriba (Is 32,15), «entra en» (Ez 2,2), «levanta» y «arrebata» (Ez 3,14), «conduce» (Ez 8,3), «cae sobre» (Ez 11,5)... Verbos que no hacen referencia a algo, sino a Alguien que actúa y que no está a control de los hombres, sino que siempre toma la iniciativa.
El Espíritu de Dios capacita a los hombres para que actúen como él quiere, de manera que se realicen sus planes de salvación sobre el mundo. Dios lo derramó sobre Moisés y sobre los otros personajes que tenían que cumplir una misión importante en favor de Israel. También lo derramó sobre los profetas, para que pudieran hablar en su nombre. Estos anunciaron que el Espíritu Santo consagraría al mesías y que en su tiempo se donaría a todos los miembros del pueblo para renovar los corazones, establecer una nueva y definitiva alianza, llevar a plenitud la creación entera. Se cumpliría, así, el deseo de Moisés: «Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor» (Núm 11,29).
En el Nuevo Testamento, como en el Antiguo, el Espíritu es la fuerza de Dios que actúa en los hombres, pero que no puede ser dominado por ellos. Es libertad absoluta y fuente de libertad: «El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8). Como novedad, descubrimos que el Espíritu es constantemente puesto en relación con Jesús. Está presente en su nacimiento y en su vida pública, en sus promesas y en su donación pascual, hasta el punto de ser llamado «Espíritu de Cristo» (Rom 8,9), «Espíritu de Jesucristo» (Flp 1,19), «Espíritu del Señor» (2Cor 3,17), «Espíritu del Hijo» (Gál 4,6).
Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y actuó siempre movido por el Espíritu Santo. Finalmente, el día de Pentecostés, san Pedro afirma que Jesús «ha derramado el Espíritu Santo sobre nosotros, como vosotros podéis ver y oír» (Hch 2,33). Con la fuerza del Espíritu Santo, los apóstoles superaron sus miedos y se pusieron en camino para anunciar el evangelio en el mundo entero. Iluminados por el Espíritu, algunos de ellos escribieron los evangelios y demás textos del Nuevo Testamento.
Por el bautismo y la confirmación, el Espíritu «ha sido enviado a nuestros corazones» (Gál 4,6) y ha realizado en nosotros una recreación: «habéis sido lavados, santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Cor 6,11). Ya nos ha dado lo que un día esperamos alcanzar en plenitud: la filiación divina, la misma vida de su Hijo: «la señal de que ya sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6).
El Espíritu ha entrado en nuestra profundidad más íntima, ha transformado nuestras raíces más secretas, por lo que nos hemos convertido en «templos del Espíritu» (1Cor 3,16; 6,19). Él hace de nosotros piedras vivas en la construcción de la Iglesia: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios [...], formando un templo santo en el Señor, por el que también vosotros estáis integrados en el edificio para ser, mediante el Espíritu, morada de Dios» (Ef 2,19-22).
El Espíritu es ya la pregustación, la posesión anticipada, la garantía de lo que un día alcanzaremos, la «prenda», la «fianza», las «arras», el «sello» de nuestra herencia prometida: «Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1,13-14), «con él fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4,30), «el que nos ha destinado a esto es Dios, que nos ha dado en arras el Espíritu» (2Cor 5,5), «Dios nos ungió y nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Cor 1,22).
Por último, el Espíritu es el que suscita los carismas y ministerios para la construcción de la Iglesia y es el que actúa en los sacramentos, haciendo que nos transmitan la salvación de Dios.
«El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo, que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado» (Catecismo, 731-732).
El Espíritu es ya la pregustación, la posesión anticipada, la garantía de lo que un día alcanzaremos, la «prenda», la «fianza», las «arras», el «sello» de nuestra herencia prometida: «Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1,13-14), «con él fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4,30), «el que nos ha destinado a esto es Dios, que nos ha dado en arras el Espíritu» (2Cor 5,5), «Dios nos ungió y nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Cor 1,22).
Por último, el Espíritu es el que suscita los carismas y ministerios para la construcción de la Iglesia y es el que actúa en los sacramentos, haciendo que nos transmitan la salvación de Dios.
«El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo, que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado» (Catecismo, 731-732).
Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4, páginas 133-137
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